Concepto histórico de la Hispanidad
Transcripción del artículo de Abelardo Bonilla
El concepto y la palabra hispanidad fueron creados por Angel Ganivet hacia 1897, y la fortuna de que han gozado desde entonces obedece a que no surgieron de una elaboración teórica, sino de una comprensión profunda del ser íntimo de España. En efecto, la repercusión, del Idearium Español, del gran escritor granadino, fue inmediata y fecunda. En sus preposiciones se interesó la generación del 98 y muchos pensadores europeos y americanos: el francés Legendre, el inglés Chesterton, el alemán Keyserling y el norteamericano Waldo Frank, para citar a unos cuantos de los muchos que se han asomado al inquietante enigma de lo hispánico. Sin embargo, creo que, a pesar de los millares de páginas de honda concepción que sobre este tema se han escrito, el concepto de hispanidad aparece todavía envuelto en ciertas brumas y es todavía una entidad abstracta y un poco vaga. Mi propósito en este artículo no es aclararlo —lo que sería audacia o presunción imperdonable—, sino situarlo en un plan histórico, con el fin de señalar algunos caracteres concretos de lo hispánico. Y para ello comenzaré por leer algunos párrafos del Idearium, de Ganivet, que nos servirán de punto de partida:
«Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral, y en cierto modo religioso, más profundo que en ella se descubre, como sirviéndola de cimiento, es el estoicismo: no el estoicismo brutal y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca. Séneca no es un español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los ándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media, quizá no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: no te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de lo saque llamamos adversos, o de lo saque parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre».
Establecida, pues, la esencia de lo hispánico como el estoicismo, lo que implica también como esencial el individualismo, vamos a tratar de ver, en primer término, su génesis histórica, y en segundo, algunas de sus manifestaciones vitales y artísticas, situando la hispánica frente a otras comunidades o a otros pueblos que han creado concepciones y expresiones diferenciales del mundo.
Hablamos de un mundo helénico. Los griegos crearon una maravillosa cultura; tuvieron una concepción visualista y directa del mundo y crearon la moral y la razón. Pero los dominaron el criterio colectivista de la Polis, el sentido estético y el afán de explicar metafísicamente los misterios del universo. En las tres tendencias sublimadas en el Logos se alejaron de lo genuinamente humano, del hombre de carne y hueso; y su herencia ha sido y será siempre un modelo ideal para la humanidad, pero nunca una realidad de posibles concreciones.
Hablamos de un mundo romano. Los romanos crearon un Estado municipal, basado en la idea colectivista e impersonal; crearon el Derecho; pero el Derecho no se asienta sobre el individuo, sobre el hombre integral, sino sobre el concepto limitado de la «persona jurídica». Su herencia, en lo concreto, ha sido más pragmática que la de los helenos, pero ha sido eminentemente formal y no ha penetrado en las aguas profundas. Y si de influencias raciales y culturales se trata, hablamos también de germanismo y de islamismo, dos de las más fuertes que contribuyeron a la formación hispánica medieval. Pero, acercándonos a nuestro propósito, el hecho indudable aceptado por todos los autores, sin una sola excepción,, es que, a pesar de todas las influencias y concordancias ocasionales, el pueblo español ha tenido una historia enigmática y singular, la de un pueblo que ha seguido rutas dispares de las recorridas por otros pueblos de Occidente. Y la opinión de muchos ilustres pensadores —Bergson y Keyserling, entre otros— es que lo hispánico ha tenido y tiene rasgos y características propios, sólidos y afirmados en lo ético, que han sido una presencia constante en el tiempo y que, por encarnar valores fundamentales y eternos, son hoy una promesa para la humanidad.
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Américo Castro había proclamado: «El ser humano como tal es pensable ontológicamente, pero no sirve para construir sobre él las concretas estructuras del vivir histórico. No creo posible la historia pura y genéticamente humana». A esta tesis de fuentes greco-latinas, Claudio Sánchez Albornoz opone esta otra, auténticamente hispánica: «La historia ha hecho a los hombres y los hombres han hecho la historia». Y después de analizar la formación del pueblo español desde el Paleolítico, a través de la colonización romana, del imperio visigótico y de la dominación árabe, concluye afirmando que la reconquista es la clave de la historia de España, siempre que se interprete el proceso de ocho siglos que va de Covadonga a Granada en función de la España primitiva y romana. Y efectivamente, después de los estudios de Pericot, Bosch Gimpera y el mismo Sánchez Albornoz, es imposible negar la perduración histórica de las tribus primitivas a través de la España romana y la España medieval. De las costumbres y modo de ser de esas tribus nos hablan Estrabón, Plinio, Tito Livio, Trogo, Pompeyo y Polibio y todos coinciden en atribuirles estos caracteres: orgullo, individualismo, amor a la libertad, estoicismo, desprecio a la vida, sobriedad y pasión, «vehementia cordis, como apunta Plinio.
Y son de sobra conocidos los rasgos característicos de los grandes escritores hispano-romanos del Imperio: Séneca, Lucano, Marcial, Prudencio y Orosio, según lo han destacado ya varios historiadores: el alemán Mommsen, el francés Boissier y el español Menéndez Pidal.
La influencia de Roma, sedante y jurídica, no logró domeñar las raíces hispánicas de aquellos escritores ni las de su pueblo, como no lograron borrarlas más tarde los visigodos ni los árabes. Estos, por el contrario, las intensificaron y les dieron sentido definitivo.
La formación de España, alrededor de Castilla, se realizó durante los ocho siglos de la Reconquista. En aquella tremenda lucha, en aquella sangrienta «guerra divinal», revivió el viejo espíritu de la libertad y se forjaron todas las virtudes y defectos que habrían de caracterizar y diferenciar al español. Castilla impuso su lenguaje al resto de la península y con él produjo los cantares de gesta y el romancero; rompió con el viejo orden jurídico y creó su propio derecho; creó los señoríos libres y la clase de los caballeros villanos; término con el principio de vasallaje del feudalismo europeo y, al dar fluidez a las castas y oportunidad a todos sus hijos por el esfuerzo del corazón y del brazo, produjo al primer pueblo de hombres libres de Europa, los mismos que más tarde habrían de volcarse sobre América y llegar hasta las Filipinas para gastar energía acumulada durante el medievo. Con ello cumplieron una obra maestra de fe y de imaginación creadora y la hazaña más grande de la historia, base de lo que llamamos hispanidad.
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Lo anterior, esta proyección del hombre poseído de una voluntad de dominio sobre lo real; del hombre para quien el derecho sólo existe como atributo del individuo y el verbo sólo se concibe cuando se encarna; para quien el ethos está antes que el logos, nos explica las modalidades del arte y de la literatura hispánicos, que durante veinte siglos, de Lucano a Unamuno, han sido vitales antes que artísticos, de un vitalismo que oscila en la polaridad realismo e idealismo.
Prescindamos de la Farsalia y veámoslo en algunas obras señeras de la literatura europea, medievales y modernas. La Canción de Rolando es un «sacro y solemne espectáculo», «un entretejido de ideales e intereses teológicos y caballerescos»; el Roman de la Rose, una alegoría artístico-erudita; la Divina Comedia, una formidable construcción teológica; el Hamlet, un ensueño nórdico; el Fausto, una idea. Pero el Cid, la Celestina, el Lazarillo, Don Quijote y Don Juan son seres vivos, como lo son las obras de todos los escultores e imagineros españoles de cualquier época y las de todos los grandes maestros de la pintura hispánica. El artista francés ve al tipo tras el hombre, y lo mismo da que se trate del escultor medieval que talla a Carlomagno yacente con cetro y corona, como en la Canción de Rolando, o que se trate de un Rigaud, que al pintar a Luis XIV lo que nos da, es la majestad autocrática de Versalles. El artista español, en cambio, ve siempre al hombre tras el tipo. En lo literario, Cervantes termina con el mito y crea la novela moderna con dos seres plenos de dinámico vitalismo, que en la segunda parte de la gran obra llegan a independizarse del autor, como en nuestro tiempo el Augusto Pérez de Niebla visita al autor para protestar de la decisión de Unamuno de matarlo en la novela. En lo pictórico, Velázquez termina igualmente con el mito y, en sus Borrachos y en la Fragua de Vulcano, nos da a los dioses griegos convertidos en vulgares individuos de su tiempo.
Los ejemplos generales podrían multiplicarse pero los de detalle son muchas veces más elocuentes. El sentido individualista de la democracia guerrera de Castilla se revela en este verso del juglar del Cid:
«Dios, qué buen vassallo si oviesse buen señores»; realismo e individualismo están patentes en el Libro del Buen Amor, en el que Juan Ruiz se puso todo entero y llegó a transformar en seres vivos a mitos paganos como Doña Venis y Don Amor, y aun abstracciones cristianas como Don Carnal y Doña Cuaresma.
La historia, la leyenda y la literatura están llenas de datos elocuentísimos que revelan el orgullo individualista y democrático y, sobre todo, la afirmación de la igualdad esencial de todos los hombres, otra de las bases tradicionales de la hispanidad. Cierta o no, es profundamente hispánica la frase de los Fueros de Sobrarbe: «Nos, que valemos tanto como vos y que todos juntos valemos más que vos, os hacemos Rey…» Cuando Texufin, hijo del sultán andaluz, preguntó a los milicianos salmantinos, quién los comandaba, escuchó esta respuesta: «Todos somos príncipes y caudillos de nuestras cabezas» En La Celestina, Calixto le oye decir a su criado Sempropio estas palabras: «Y dicen algunos que la nobleza es una alabanza, que proviene de los merecimientos y antigüedad de los padres; yo digo que la ajena luz nunca te hará claro, si la propia no tienes»; palabras que en distinta forma repetirá luego Cervantes por boca de Don Quijote: «Repara, Sancho hermano, que nadie es más que otro si no hace más que otro». Cuando Alonso de Ojeda habló a los indios de las Antillas en 1509, les dijo: «Dios, nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo descendemos» Sólo en España pudo darse el caso de aquel mendigo que se negó a aceptar una condición de su protector, arguyéndole: «En mi hambre mando yo», y únicamente en España pudo surgir la imponente personalidad de un Velázquez que, en Las Meninas, puso su autorretrato en el sitio preeminente del cuadro, en el que los reyes se ven débil y lejanamente, reflejados en un espejo del fondo.
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¿Qué conclusiones podríamos derivar de todo lo anterior?
En primer lugar, la de que la vida de lo hispánico, como hecho histórico cultural, se ha desarrollado con sentido fronterizo, es decir, de lucha y de lucha iluminada de fe, de ideal y de acción. España fue siempre un cruce de caminos y de culturas, y en la frontera de las mismas forjó sus grandes hechos y sus aportaciones al pensamiento, a la literatura y al arte: en la frontera de lo hispánico y lo grecolatino se formaron Séneca y Lucano; en la frontera hispano-arábiga se crearon el Poema del Cid y el Romancero; en la frontera con Italia surgieron la lírica del Renacimiento y, frente a Maquiavelo, la universalidad del pensamiento político representada por Vitoria; en la frontera del Nuevo Mundo se realizó la epopeya de la conquista y la colonización de América; en la actual frontera con Europa, con la Europa racionalista, ha surgido la voz formidable de don Miguel de Unamuno.
En segundo lugar, a conclusión de que España y la hispanidad simbolizan la supremacía del espíritu sobre la razón, genialmente simbolizada en el Quijote. Porque la obra inmortal puede interpretarse como un traslado al plano literario de la vida del autor, de la empresa imperial de Carlos V, de la Contrarreforma, de la conquista de América y de la vida histórica de España. Unamuno contrapone al discurso del método cartesiano al quijotismo, y, en verdad, el europeo cree en la razón y a ella somete sus pasiones, en tanto que el español sobre a la pasión hasta sus propias razones.
En tercer lugar, y como efecto de la lucha y del animismo espiritual habría que señalar la tensión que prevalece en el ser y en el alma de lo hispánico; tensión entre lo real y lo ideal, entre tierra y cielo, entre espíritu y materia. Tensión intensa que es la vida misma de la hispanidad, como es la del cristianismo, como es la del pensamiento filosófico, como es la de la actividad política —y la de la actividad biológica—, sin la cual no hay vida posible en la naturaleza o en el espíritu. Esta tensión, apreciada históricamente, se manifiesta ante todo, como un conflicto o contradicción entre el individualismo recio y tenaz del español y la concepción universalista o católica de los grandes teólogos del siglo XVI y de los grandes pensadores del XVII; entre el naturalismo frente a lo terreno, el afán de dominio o el «querer demasiado», del que hablaba Nietzsche refiriéndose a España, y, el ansia de inmortalidad que, en el sentir de Unamuno, debe ser una inmortalidad «de bulto».
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Construido históricamente el concepto, aunque en forma muy breve y sintética, y señaladas algunas de sus expresiones, intentaremos finalmente recoger el mensaje de la hispanidad.
Pero es necesario proceder con cuidado. El pensamiento vulgar sigue apegado al materialismo, al mito del progreso y al espíritu industrial del siglo pasado. Quienes miran la vida y la historia con esas orejeras denuncian el atraso técnico de los pueblos hispánicos y ven en la opulencia de algunas naciones la apoteosis de su historia, sin pensar que las grandes culturas no se forjaron materialmente, porque el tiempo destruye todo lo material, ni legaron a la humanidad bienes industriales; sin pensar que los grandes grandes legados culturales han vivido en el campo de los valores éticos, artísticos y jurídicos. La vida histórica, lo que pasa en cada momento de la existencia de los hombres y de los pueblos, no es lo que vemos nacer y morir en sus formas materiales y transitorias, sino la que, por ser vida auténtica, supera al tiempo para adquirir caracteres de perennidad. Quizá el mayor error de nuestra época socializante ha sido suponer que el materialismo y el utilitarismo son suficientes para animar el cuerpo social y resolver el problema humano, cuando observamos que lo único que consiguen es agravarlo cada día más.
El imperio de la hispanidad, ciertamente no es el de las materialidades temporales. El hombre hispánico —dijimos antes— siente una voluntad de dominio real, y con los pies en la tierra salvó a Europa de los árabes y de los turcos, incorporó a la cultura occidental las tierras de América e intentó construir un imperio católico, un totus orbis; y por «querer demasiado», porque sus fines iban más allá de lo material y temporal, siempre se ha conformado estoicamente con los hechos, nunca ha llorado ante los fracasos, nunca ha pedido el auxilio de otros pueblos; en todas las ocasiones, prósperas o adversas, ha mantenido una altiva dignidad. El maestro don Antonio Jáen Morente, ha hecho ver que, de todas las naciones conquistadoras de Europa, la única que no tiene un solar colonial en nuestro continente es precisamente la que lo descubrió y le dio su sangre, su religión y su lengua. Otras potencias tienen territorios coloniales, lo temporal y material, pero España tiene la hispanidad, una de sus mayores fuerzas espirituales en el mundo contemporáneo.
España ha mantenido una actitud altiva y estoica, decimos, porque su fuerza no está ni ha estado nunca en el rebaño, sino en el hombre, y no en el hombre abstracto e hipotético de la política o de la economía, sino en el hombre integral, el de carne y hueso, que decía el maestro de Salamanca. De aquí deriva, sin duda, la actitud hispánica contraria a toda filosofía sistemática y, en general, a los sistemas o partidos ideológicos y su tendencia al personalismo:
«Someter a la acción de una ideología —dice Ganivet— la vida de pueblos diversos, de diversos orígenes e historia, sólo puede conducir a que esa ideología se transforme en una etiqueta, en un rótulo; que den una unidad aparente, debajo de la cual se escondan las energías particulares de cada pueblo, dispuestas siempre a estallar con tanta más violencia cuanto más largo haya sido el período de forzado silencio». Y más adelante agrega: «Por una secreta, entrañada realidad, en cuya trama se enlazan la razón y la tradición cultural, el español se vierte con espontánea viveza y en derechura a la problemática del hombre, vivo y mortal; abandona, en cambio, cuando atañe a la naturaleza y a la especulación científica abstracta».
De aquí, es decir, de la concepción homocentrista, proviene la distinción tan española e hispanoamericana entre idea e ideal. La idea, fruto de la cultura grecorromana y crema de la Europa racionalista, es el producto de la razón, el ente abstracto; en tanto que el ideal es una proyección iluminada y dinámica que sólo puede surgir del hombre. Por ello Unamuno, propugnador del ideal, afirmó que de todas las tiranías ninguna le era más odiosa que la ideocracia.
Y ahora, trascendiendo los detalles y sintetizando el concepto de hispanidad, podemos reducir su mensaje a una palabra: liberalismo. Pero entendámonos sobre su significación. La vulgaridad contemporánea ha interpretado este término exclusivamente en sentido político económico; y los llamados librepensadores, los menos libres de prejuicios que pueda suponerse, lo entienden con un aldeano y limitado criterio quien se opone a la emoción de lo religioso, sin comprender que lo religioso ha sido la esencia de la historia humana. No, liberalismo es una actitud ética, el eje del diamantino del que habló Ganivet. Es la raíz eterna y la naturaleza misma del hombre y de su dignidad. Su origen es divino y está en la frase bíblica: «Ego sum qui sum». Y por ser de origen divino es humana. En 1605, y por boca de Don Quijote, Cervantes separó esa frase del campo ontológico y la situó en el campo afirmativo del conocimiento: «Yo sé quien soy».
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 120 (1959), 247-254.