2019 fue el año cero de El Salvador. Triunfó un outsider, un individuo desideologizado; un liberal de tiempos modernos. La voluntad del poder convirtió a un muchacho de nuestra era en un soberano de corte postideológico. El caudillo de los siglos XIX y XX acaba refundido en una nueva cosmovisión del poder. Bukele no prometió, sino que cumplió; Bukele hizo. Bukele entendió que el gobierno —el ejercicio del gobierno— requiere vigor y energía política, no la inoperancia típica de la ética democrática. El gobierno es potencia, no promesa.
El primer deber del gobernante es el de conservar la seguridad del grupo, y de ahí que todo gobierno deba ser, en este sentido, «conservador», aunque pueda aparecer a veces como conservador del mismo poder, pues indiscutiblemente, la continuidad del gobierno es ya un elemento, aunque no el único, de la seguridad o status del grupo gobernado1.
Los caudillos —categoría en la que Bukele entraría, considerando su margen de actividad política— no son una realidad extraña o nueva en la praxis política iberoamericana. Es el fenómeno tradicional de lo político para los pueblos del tronco hispánico y no precisamente desde los días de la independencia, sino desde los primeros días de la conquista. Los marineros, capitanes y conquistadores que surcaron el Atlántico y desembarcaron en la Tierra Firme fungieron de líderes militares que, pese a representar al rey, tenían sus propios señoríos informales. Cortés fue uno de los primeros patrimonialistas de América.
Surge así sobre las aguas sangrientas del Marañón este nombre: Caudillo, que iba a decorar la tiranía de tanto dictador irresponsable en la historia del Nuevo Mundo hispánico y dar de sí la palabra caudillismo; hasta el día en que la misma España se hallara tan indigente de capital político que tuviera que recibir humildemente en la mano descarnada esta limosna que le hacían sus hijas americanas. El caudillismo se expresa por primera vez en toda su desnudez en el puro vasco Aguirre, porque brota de dos raíces del carácter español de cuyo carácter es el vasco el mismo cogollo. Estas raíces son el separatismo y la dictadura. De aquí: el caudillo y la nación marañona; es decir, el puro dictador, sin la menor ganga de teoría política o de estadista; y el puro separatismo, la nación inventada sin la menor sombra de existencia en la historia o en la geografía. Es, pues, Aguirre la encarnación del espíritu puramente subjetivo de dictadura tiranizando en anarquía total a una nación separada y puramente imaginaria de españoles sin ley. El espíritu de Aguirre fue el impulso oculto tras de todas y cada una de las empresas del Nuevo Mundo, ya creadoras y magnánimas, como la de Hernan Cortés, ya mezquinas y estériles como la de tantos aventureros; y hemos de verlo latir también en el trasfondo de las grandes figuras de las guerras de emancipación2.
Bukele recuerda a la dinámica de poder personal del caudillo pero, muy a pesar de las semejanzas, éste principe nuovo3 representa una realidad completamente nueva. También podríamos encontrar semejanzas sustanciales con los dictadores desarrollistas del siglo XX —algunos sin ideología, otros nacionalistas revolucionarios y algunos meros pretorianos— por la voluntad clara de «transformación», al margen de la vía revolucionaria. ¿Podríamos denominar integrar a Bukele dentro del rótulo modernidad reaccionaria? Aún es muy temprano para clasificar pero hay ideas bukelianas que revisten un armazón moderno pero que, en el fondo, protegen la identidad y las costumbres nacionales.
En el mundo germánico resucitarán los espíritus de Alarico y Teodorico, de los que la aparición de Cecil Rhodes nos da como un vislumbre; y los exóticos directores de la época primitiva rusa, desde Gengis Kan hasta Trotsky, no son demasiado distintos de muchos pretendientes de las repúblicas románicas de Centro América, cuyas luchas privadas hace tiempo que han anulado la época formalista del barroco español4.
A pesar de crecer en la ortodoxia liberal de los tiempos actuales, Bukele tiene una idea tradicional del «progreso», una que no concluye en rascacielos y grandes finanzas. Su desarrollismo apunta a la prosperidad nacional, al engrandecimiento de la nación y esto, a su vez, supone que Bukele tenga planes de integración regional y considere que patria, otrora nación insignificante de Centroamérica, cumpla una función en la política internacional. En este sentido, es objetivo de Bukele que El Salvador ocupe un puesto en la toma de decisiones dentro de la «comunidad internacional». Es ambicioso como realista político, de ahí a que pueda virar entre China y los Estados Unidos sin herir su integridad nacional o su política doméstica.
Bukele es un conservador del poder, habiendo en este sentido puntos en común con la técnica política bolivariana. Lo que los medios extranjeros consideran una erosión de la democracia es, en realidad, el desarrollo de la idea política de Principado5 y la extensión de la monocracia. Bolívar, como Bukele, tenía talento natural para el liderazgo y ejercía su potestad de manera que pudiesen cumplirse los objetivos políticos. En el caso de Bolívar, extender la revolución y cimentar el nuevo régimen republicano. Bukele, al menos desde nuestra perspectiva, persigue fines estrictamente nacionales6.
La dictadura de Bolívar, sin embargo, no era caudillista. Tenía un carácter menos personalizado y más institucional; estaba relacionada tanto con la política como con el clientelismo. Tras la campaña de 1813, Bolívar entró triunfal en Caracas el 6 de agosto y estableció su primera dictadura, apoyada por el ejército. Su intención era concentrar el poder de forma que pudiera defender y extender la revolución7.
Las dictaduras bolivarianas fisionómicamente podrían considerarse comisariales por cuanto nunca se alejaron de la institucionalidad; en el caso salvadoreño, no hay una dictadura en sentido estricto pero hay una clara personalización del poder que, a partir de un previo estado de excepción, podría pasar de una suerte de dictadura comisarial a una soberana8. El tiempo dirá.
Los demás dictadores bolivarianos —en Perú y Colombia— se acogieron a los mismos principios; fueron la respuesta a una situación de emergencia, representaban unos ideales políticos, no los intereses de nadie, restaurando la ley y el orden. Incluso habiendo alcanzado tanto éxito y prestigio, y teniendo que enfrentarse a muchas provocaciones, Bolívar siguió obedeciendo las leyes9.
En nuestra opinión, hay una técnica o un actuar político de cuño hispánico en el joven presidente y pontífice de El Salvador. Los paralelismos son abundantes a la hora de tratar de definir el fenómeno o de trazar algunas referencias. Gobierno enérgico, predilección a la dictadura del sable, reforma en contra de la revolución, realismo político y prosperidad nacional. En suma, moral y luces. Bukele, sin acudir a vastísimos tomos de ciencia política10, entendió la naturaleza del poder. Logró definir lo que es la soberanía y acudió al estado de excepción, comprendiéndolo como un milagro11.
Los escritores liberales, que por el sobrenombre inmortal de Bolívar se creen obligados a admirarlo, echan un velo púdico sobre sus pensamientos que llaman reaccionarios, y sobre la época que llaman de la dictadura, como si toda la vida del Libertador no hubiese sido una continuada dictadura, y como si el meollo de su pensamiento no fuese lo más antiliberal y antidemocrático que hombre alguno haya expuesto en todo el continente. Elevan por las nubes cuatro palabras efectistas, concesiones habilidosas, hijas de las circunstancias, verdadero pasto arrojado a la fauna de ideólogos hambrientos de palabras,y se quedan satisfechos y triunfantes, mucho menos exigentes que aquellos sus antepasados, que no quisieron saciarse con palabras y devoraron hasta las personas de los libertadores12.
La fórmula de Nayib el César puede resumirse en aquellos consejos que Bolívar extendió a Santa Cruz: «nada de aumentos, nada de reformas quijotescas que se llaman liberales: marchemos a la antigua española, lentamente y viendo primero lo que hacemos». El Salvador se ha convertido en un ejemplo de soberanía en tiempos de aestatalidad, disgregación y anarquía. El resto de la región observa inerte mientras un nuevo Reino del Medio, irónicamente en Centroamérica, inaugura una nueva vía política y nos ilumina el camino con un príncipe nuevo. Los Césares, los Bolívares, los Medici o los Richelieu parecen influir en los espíritus del hombre vacuo contemporáneo. Bukele es el resultado de la redención política del hombre moderno.
Lo que el Stato maquiavélico ofrece al hombre es la seguridad. Todo en torno suyo y dentro de él, su misma naturaleza, es radicalmente inseguro. El Stato, obra suprema de la sabiduría, es un sistema organizado de órdenes de vida que tiene su seguridad en símismo. Un Stato inseguro sería una «contradictio in terminis» […] Sólo el que tiene en sí mismo la razón de su seguridad es capaz de regirse por sí mismo. El que no la tiene, pende de otro y a otro ha de recurrir para defenderse. Por razón de su ser, el Stato maquiavélico es autónomo y sólo es Estado en la medida en que se rige por sí mismo13.
Ante nosotros están los signos de una era posliberal, más allá de los retazos dados por la era antiliberal. Como hemos dicho, los tiempos dirán y determinarán el transcurso político de nuestra región. El vasallaje ha erosionado nuestros principios y disminuido nuestras virtudes, sumado al asedio de una izquierda extravagante y antipatriótica que ha cercenado al nuevo criollo americano. Europa no ofrece un panorama mejor al nuestro y en muchos aspectos, se podría decir que la América resiste. Es cuestión de tiempo, sin embargo, para que nuestra moral desaparezca y nuestras sociedades se desintegren. Si la Providencia nos permite príncipes nuevos, pues nuestro fervor por el Todopoderoso y la santa religión no es poco, podremos renovar el espíritu de la raza iberoamericana. Bukele tan sólo ha mostrado el camino en tiempos tan adversos y turbulentos. Álea iacta est.
Álvaro d’Ors, Ensayos de teoría política (Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra, 1979), 31.
Salvador de Madariaga, El auge y el ocaso del Imperio español (Madrid: Espasa Calpe, 1979), 485-486.
Tomamos la etiqueta de la literatura maquiavélica. Un príncipe nuevo, siguiendo estas coordenadas, es un tipo nuevo de gobernante. En el contexto de la obra, se describió a Fernando el Católico así: «en nuestro tiempo tenemos a Fernando de Aragón, actual rey de España. Podemos casi llamarle príncipe nuevo, ya que de rey débil que era se ha convertido por su fama y por su gloria en el primer rey de los cristianos; y si examináis sus acciones, las encontraréis todas grandiosas y alguna extraordinaria». Nicolás Maquiavelo, El príncipe (Barcelona: Ediciones Altaya, 1993), 91.
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente: Bosquejo de una morfología de la historia universal, 2 vols. (Madrid: Espasa-Calpe, 1958), II, 508.
Siguiendo a Bertrand de Jouvenel: «Principado es el nombre genérico que propongo para designar todo régimen contemporáneo donde, de hecho, una sola persona rige el cuerpo político. He escogido esta denominación por ser la más neutra y aceptable tanto por quienes aprueban este régimen como por quienes lo rechazan». El Principado (Madrid: Ediciones del Centro, 1974), 139.
Francisco Javier Conde es de la creencia que el caudillismo y la dictadura son opuestos, pese a que el caudillismo podría perfectamente ser una dictadura soberana desde las coordenadas de Carl Schmitt. No obstante, es cierto que el caudillo —como el tirano en la antigua Grecia— puede sostenerse por medio del consenso popular y convertir esta suerte de constitucionalismo en una seudolegitimidad. En sus palabras: «lo que define y califica el caudillaje es el hecho de exigir y postular en grado extraordinario la creencia real en su legitimidad». Contribución a la Doctrina del Caudillaje (Madrid: Ediciones de la Vicesecretaría de la Educación Popular, 1952), 17.
John Lynch, Caudillos en Hispanoamérica 1800-1850 (Madrid: Editorial MAPFRE, 1993), 85.
De acuerdo a Carl Schmitt: «aquí es ya tan extrema la oposición entre derecho sin poder y poder ajurídico que tiene que darle la vuelta. El legislador está fuera del Estado, pero dentro del derecho; el dictador está fuera del derecho, pero dentro del Estado. El legislador no es nada más que derecho aún no constituido: el dictador no es más que poder constituido. Tan pronto como se establece una combinación que posibilita dar al legislador el poder de dictador, construir un legislador dictatorial y un dictador que da constituciones, la dictadura comisarial se ha convertido en dictadura soberana. Esta combinación se efectúa mediante una noción que, desde el punto de vista de su contenido, es consecuencia del contrat social, pero a la que todavía no se ha dado el nombre de un poder especial: la noción del pouvoir constituant». La dictadura (Madrid: Revista de Occidente, 1968), 172.
Lynch, Caudillos en Hispanoamérica 1800-1850, 92.
Lo cual confirmaría lo que dijo Richelieu sobre las máximas o las premisas de los libros o los espejos de príncipe: «Nada hay más peligroso para el Estado que los hombres que quieren gobernar reinos sobre la base de máximas que extraen de los libros. Cuando lo hacen, lo destruyen, porque el pasado no es lo mismo que el presente, y los tiempos, lugares y personas cambian». J.H. Elliott, Richelieu and Olivares (Cambridge: Cambridge University Press, 1984), 27.
Entra en consideración la inmortal sentencia de Carl Schmitt: «el estado de excepción tiene en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la teología». Teología política (Madrid: Editorial Trotta, 2009), 37.
Luis Alberto Cabrales, “El pensamiento auténtico de Bolívar sobre el régimen de gobierno”, Revista de estudios políticos, n.º 43 (1949), 131.
Francisco Javier Conde, El saber político en Maquiavelo (Madrid: Publicaciones del Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, 1948), 207-208.
Muy interesantes apreciaciones. ¡Gracias por compartirlas!