Mucho podría decirse del carácter de los pueblos hispánicos, de los rasgos y las costumbres españolas. Aunque pudiéramos trazar similitudes entre las regiones españolas, o los pueblos españoles, distan todos de ser homogéneos. España se funda en la diversidad, en lo heterogéneo, en lo individualista. Dentro de la psicología nacional española, podemos encontrar rasgos históricos tales como el estoicismo, asociado a la austeridad y la sobriedad, la intransigencia o el fanatismo, el individualismo, ente otras que, por la naturaleza de este artículo, no hace falta describir. Durante la conquista, e incluso en el Siglo de Oro, se defendió las virtudes españolas. Un ejemplo es Ginés de Sepúlveda que, por medio de la defensa de los títulos de conquista, afirmó que los españoles poseían prudencia, ingenio, fortaleza, esfuerzo bélico, humanidad, justicia, religión y sobriedad1.
El propósito de este artículo es reconstruir la idea de una «sobriedad española» según ejemplos recogidos en la historia de la civilización española o ibérica. Ángel Ganivet permite trazar en principio esta idea, que él asocia con el estoicismo. Como ética y pensar penetra en la España romana; pues ella ha engengrado al filósofo Séneca. En sus palabras, «cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y en cierto modo religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo heroico y brutal de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca»2.
Séneca ya es un ejemplo primigenio del genio español. El filósofo hispano-romano «no es un español, hijo de España por azar: es español por esencia»3. No hay nada más español, dice Ganivet, que el «mantenerse firme», «ser un hombre». La cristianización de España, que ya tenía ésta un espíritu avivado por lo grecorromano, fue la gran síntesis que, poco a poco, formaría lo hispano como lo conocemos hoy día. Estoicismo y cristianismo se encontraron. De modo que, «[…] por este encadenamiento natural, el cristianismo encontró el terreno preparado por la moral estoica, la cual había sembrado por el mundo doctrinas nobles, justas y humanitarias; pero carecía de jugo para fertilizarlas»4.
Altamira es de la opinión de que los españoles pueden menos diestros en otros aspectos pero en lo concerniente a lo moral, los españoles tienen una posición superior reconocida por otras naciones. De aquí a que considere que «la grandeza moral que se revela en las mismas predicaciones de Las Casas y sus discípulos, y en la doctrina jurídica tocante a los indios que proclama nuestra legislación colonizadora (según confiesan Zimmermann y Haebler); la caballerosidad, la gravedad, la hidalguía, la fidelidad, la sobriedad, cierto sentido ideal de la vida y otras cualidades, que los mismos extranjeros han concedido siempre a los españoles»5.
Gustavo La Iglesia y García afirma que «si el español pudiera prescindir de sustento y de abrigo, sería ciertamente el ser más dichoso de la creación, justamente por la sobriedad estoica», ya que «es indiscutible que los climas duros, rigurosos, y en ellos la lucha por la vida, en forma de adquisición de pan, carne, combustible, vestido y hogar, generan progreso y civilización»6. Razón no le falta, pues España ha sido una encrucijada de pueblos foráneos, el lugar de muchas civilizaciones y el crisol de la más grande o universal civilización de la Tierra. De soportar invasiones y largas ocupaciones, pasaron a ser un pueblo conquistador pero hay que matizar que la sobriedad española, su marcado estoicismo, no necesariamente se explica por las condiciones geográficas españolas que, como ya se sabe, no son todas iguales.
España es una nación con un fuerte sentido providencialista y grandeza en su acepción universalista, un pueblo acostumbrado a lo difícil y a lo imposible. Hay que reconocerlo. Explica mucho del carácter nacional pero hay tanto que glosar que, en este sentido, no squedaríamos cortos. Fouillée, conocido lector de Ganivet, llega a una conclusión similar sobre el carácter sobrio y estoico de los españoles: «[…] la voluntad del español, gravitando sobre sí misma, se exterioriza difícilmente en grandes iniciativas, expresa menos de lo que siente, resiste, se priva y padece»7.
En la formación de un espíritu español ha influido el espíritu castellano o la castellanidad porque éste se ha extendido por toda España, ha comprimido a todas las Españas y las Españas han acabado castellanizándose porque lo español está impreso en lo castellano y viceversa. Esto lo han notado todos los historiadores, sociólogos, filósofos y escritores que se han ocupado de la cuestión española. La obra del francés Fouillée puede servir en muchos aspectos aunque el tiempo le haya pasado por encima, en el sentido de que muchas de sus conclusiones están desfasadas y otras, por ejemplo, están cubiertas de tópicos relacionados a cómo percibe un extranjero al español. Esperar halagos de un francés es, en exceso, complicado8.
En su miseria disimulada conserva la actitud orgullosa del conquistador y amo. Solemne, altanero, muy celoso de su honor, apático ante las necesidades de la vida, el castellano, que impuso su dominio a España entera, es poco querido del resto de los españoles; no por eso deja de tener quizás las cualidades mejores de la raza. A pesar de tantas diferencias regionales, el español tiene una fisionomía distinta y única. Ha conservado en todos los sitios un ideal de virilidad, y aun de virilidad heroica: este ideal, presente siempre ante el espíritu de la nación, explica mucha de sus mejores tendencias, lo mismo que sus defectos. En todo español típico hay un Don Quijote, idealista y soñador, y un Sancho Panza, observador y amante de la realidad9.
España se ha expandido por el mundo y ha cruzado los océanos; ha echado raíces y ha engendrado a las Indias pero dentro de tanta grandeza, se halla un pueblo virtuoso atacado por todos los frentes, replegado internacionalmente a las fronteras de su gran autarquía. Aquella idea surgida en la Reconquista, convertida en imperio universal, bebía del espíritu cristiano. Algunos reyes fueron más austeros que otros, practicaron la caridad y no dudaron nunca en seguir con su campaña misionera y cruzada. En España, pocos hombres lograron lo inevitable. España se despobló a costa de llevar la civilización a los confines de la Tierra. España llevó la Cruz en barco. ¿Qué más méritos cabe resaltar? Logró lo inigualable y con tanta humildad, el espíritu español, pese a sus defectos, era movilizado por una idea de trascendencia nunca antes vista. El pueblo español, pero principalmente castellano, se veía (o se sabía) elegido por la Providencia pero eso jamás le hizo olvidarse de su fin, de extender la salvación.
La sobriedad española en el tiempo
Don Ramón Menéndez Pidal en su obra Los españoles en la historia dedica el primer capítulo de la misma a la «sobriedad española». Partiendo de la sobriedad, expone una serie de rasgos que forman parte del español: desinterés, apatía-energía, humanitarismo-confraternidad, tradicionalidad-misoneísmo y, finalmente, frutos precoces-frutos tardíos. En contraposición a don Miguel de Unamuno, que como otros autores cree que la sobriedad española viene de la dureza geográfica del medio castellano, Menéndez Pidal contesta que «la sobriedad es la cualidad básica del carácter español, que no depende de un determinismo geográfico castellano, y es tan general que, partiendo de ella, podemos comprender varias de las otras características que ahora nos importa notar»10.
La más aguda descripción del carácter español en la antigüedad, la del galo Trogo Pompeyo, comienza diciendo que el hispano tiene el cuerpo dispuesto para la abstinencia y el trabajo, para la dura y recia sobriedad en todo; dura omnibus et adstricta parsimonia. Y desde Trogo hasta hoy abundan las noticias relativas a cierta austera sencillez, y más aún, cierto chocante descuido que en España revisten varias formas de la vida. Basta recordar que durante los siglos en que afluían a la Península todos los metales preciosos del Nuevo Mundo, los extranjeros encuentran nuestras casas amuebladas más modestamente que las francesas, las comidas muy parcas, incómodas las aulas universitarias, donde los estudiantes tienen que escribir sobre la rodillas, nuestros mesones muy inhospitalarios, la urbanización de Madrid muy deficiente, lo cual tenía preocupado a Felipe II...; un tipo de vida, en fin, poco esmerado en la comodidad. Es decir, que todas las riquezas que ganaban los indianos y las que anualmente traían las flotas del Estado, no eran aplicadas por los españoles al bienestar y regalo de la vida privada ni a la suntuosidad, o, al menos, a suficiente arreglo de la vida urbana. Y el español de hoy puede también contentarse con poco. Continuamente presenciamos ejemplos vulgares en la vida cotidiana donde vemos juntos la sobriedad y el trabajo intenso que ya Trogo emparejaba. El más humilde de esos ejemplos, el segador de nuestros campos, ofrece un asombroso espécimen de la dura et adstricta parsimonia: bajo el calor más sofocante del verano, sin otro refresco que el agua tibia del botijo, mal vestido y mal comido, parece carecer de todo menos de conformidad, de alegría y de esfuerzo11.
Esto puede servir de testimonio de la sobriedad hispánica dentro del pueblo llano, virtud a la vez ancestral porque antecede a la España cristiana. Esto contrasta, sin duda, aquella visión de Fouillée sobre el mercantilismo español y la ambición española con el oro, que le llevaba a ser ineficiente en todas las áreas manuales e industriales. Por el contrario, los fondos provenientes de las indias se priorizaron en la urbanización del Nuevo Mundo y en su defensa, ante potencias enemigas que pretendían depredar los Reinos de las Indias. Así, «el español, duro para soportar privaciones, lleva dentro de sí el sustine et abstine, “resiste firme y abstente fuerte”, norma de la sabiduría que coloca al hombre por cima de toda adversidad; lleva en sí un particular estoicismo instintivo y elemental; es un senequista innato»12.
En virtud de ese senequismo espontáneo, el español, por lo mismo que soporta con fuerte conformidad toda carencia, puede resistir las codicias y la perturbadora solicitación de los placeres le rige una fundamental sobriedad de estímulos que le inclina a cierta austeridad ética, bien manifiesta en el estilo general de la vida: habitual sencillez de costumbres, noble dignidad de porte notada aun en las clases más humildes, firmeza en las virtudes familiares13.
Son múltiples los testimonios o acontecimientos históricos que dan fe del estoicismo español. Por ejemplo, Menéndez Pidal relata el comportamiento de la soldadesca española: «da ejemplo preferible el soldado español de otros tiempos, pues aunque también se amotine como cualquier otro por falta de paga, sabe sobreponerse cuando la situación lo exige. Al irse a dar la batalla de Pavía, los españoles ceden sus pagas y hasta entregan sus peculios personales a Pescara para satisfacer a las tropas auxiliares tudescas»14.
Entre los monarcas, al menos en el período de los Trastámara y de la Casa de Austria, también es común encontrar episodios nacionales que reafirman el punto aquí esbozado. Carlos V y Felipe II, los que han llamado Austrias Mayores, son ejemplos de sobriedad, vida cristiana (sin caer en la idolatría, pues eran tan humanos como el resto de los españoles) y humildad. De acuerdo a Menéndez Pidal, en los españoles puede encontrarse una serenidad derivada de su estoicismo: «esa tranquilidad de espíritu es la virtud tan alabada en Carlos V, modesto en los éxitos, ecuánime en las adversidades, cuyo único gesto al saber en Madrid la magna victoria de Pavía, fue el retraerse a su oratorio para dar gracias a Dios porque había querido manifestar su justicia; pero habiendo sido la victoria a costa de sangre cristiana, no permitió regocijos en la corte»15.
El «no importa» imperturbable y contento, unido a la sobriedad, suscita desde muy antiguo en los españoles la convicción de que ellos son más fuertes sufridores de trabajos que los demás pueblos, y que eso les permite un despliegue de acción vedado a otros [...] Después, cualquier relato de nuestras guerras o exploraciones registra episodios ilustrativos de una extraña resistencia para la fatiga y la inedia, de una común impavidez ante los peligros y la muerte. Por esa recia complexión física y espiritual, inagotable en sus reservas de energía, se explica gran parte de nuestros hechos históricos, y desde luego los más trascendentales, desde la tenaz guerra antiislámica, según el parecer de los historiógrafos citados, hasta las innumerables empresas en el Viejo y el Nuevo Mundo al comienzo de la Edad Moderna. Para descubrir tierras y océanos que forman un hemisferio entero de nuestro planeta, para explorar, dominar y poner en civilización inmensos territorios, sujetando mil tribus y vastos imperios bárbaros, no necesitaron los españoles sino el corto tiempo de cinco decenios; hubiera necesitado cinco siglos cualquier otro pueblo menos fuerte ante las privaciones y los riesgos que exigiera organizar sus empresas reduciendo al mínimo las incomodidades y las contingencias desfavorables. Doscientos años costó a Roma el dominar las tribus bárbaras de sólo España16.
La grandeza de España se explica en gran parte por su sencillez y sobriedad; ni más ni menos, ese ha sido el gran honor de los españoles. Gentes humildes, salidos del individualismo y particularismo, uniéndose a las causas más nobles del mundo. Pasando de campesinos, porqueros y artesanos a capitanes, encomenderos, conquistadores, navegantes y alcanzando la hidalguía desde las armas. ¿Cuántos pueblos podrían emular lo conseguido por Cortés y sus hombres en México?
Dentro del ámbito palaciego, Altamira registra un intento de regular los usos y costumbres españoles para hacer a nobles más dignos de la vida cristiana en el reinado de Fernando e Isabel: «los Reyes Católicos quisieron cortarlo [el lujo], menudeando las pragmáticas o leyes suntuarias (alguna de ellas, ya citada) y los moralistas tronaron contra él y contra las fiestas cortesanas. Ejemplo de estas predicaciones son los dos Tratados que escribió Fray Hernando de Talavera: uno, del vestir, del calzar y del córner y otro de cómo se ha de ocupar una señora cada día, para pasarle con provecho»17.
Sobre la organización familiar española en el siglo XVI, Menéndez Pelayo dice: «en cuanto a la organización de la familia en el siglo XVI, no puede dudarse que la austeridad patriarcal era grande, que la autoridad del marido se ejercía omnímoda, que el adulterio era muy raro, que las infracciones contra la ley conyugal se castigaban severamente... pero fuera de esto, las costumbres eran desenfrenadas y livianas en demasía»18. Como es lógico y esperable, ninguna sociedad está perfectamente sometida a las leyes civiles y morales pero hay instituciones, una de éstas es la familia, donde se puede ejercer la autoridad patriarcal para mantenerla dentro de los límites morales y de lo aceptable. Tanto la monarquía como la familia son instituciones naturales que, en una medida u otra, unen a los hombres y los llevan por el trayecto de la rectitud.
Sobriedad, trascendencia y civilización
Según Oswald Spengler «la pintura antigua, en su estilo riguroso, usaba una paleta limitada al amarillo, al rojo, al negro y al blanco. Hace mucho tiempo que se ha hecho notar esta circunstancia extraña»19. De acuerdo a esta tesis, las civilizaciones tienen predilección a uno o varios colores en específico. En la pintura antigua, en su opinión, prevalece el amarillo verdoso y el rojoazulado evitando el azul y el verde azulado20.
El azul y el verde son colores trascendentes, espirituales, suprasensibles. No se dan en la pintura al fresco de estilo ático; y por eso mismo predominan en la pintura al óleo. El amarillo y el rojo, colores «antiguos», son los colores de la materia, de la proximidad, de las emociones sanguíneas. El rojo es el color propio de la sexualidad; por eso es el único que actúa sobre los animales. Es el que más se aproxima al símbolo del falo—y, por lo tanto, de la estatua y de la columna dórica—, mientras que el azul purísimo sirve para transfigurar el manto de la Virgen. Esta relación se ha impuesto por sí misma en todas las escuelas, con necesidad profunda. El violeta—que es un rojo superado, vencido por el azul—es el color de las mujeres que han perdido su fertilidad y de los sacerdotes que viven en el celibato21.
España entra en la ecuación cuando se nota que ésta, en la pintura y en el acontecer cotidiano, tenía una predilección por el negro y el azul. Continúa Spengler: «en España y Venecia el hombre distinguido prefiere—por el afán inconsciente de
mantenerse apartado y distante—un negro o un azul suntuoso». Mientras el amarillo y el rojo son «colores euclidianos, apolíneos, politeístas», el negro, el azul y el verde son «colores fáusticos, monoteístas»22. Para Spengler, en las grandes culturas o civilizaciones hay predisposición al negro o al azul: «todas las culturas profundamente trascendentes, todas las culturas cuyo símbolo primario exige una superación de las apariencias visibles, una vida de lucha y de conquista, que no se abandona a lo que adviene, todas estas culturas sienten hacia el espacio la misma propensión metafísica que hacia el azul y el negro»23. Atendiendo a lo que hemos dicho anteriormente sobre el carácter trascendente y universal del pueblo español, se sabrá el motivo de la elección de éstos colores. Bien puede apreciarse en la pintura española y yéndonos del medio artístico, en la calle, en el palacio, en las indumentarias y en los hábitos.
La forma más típica del decorum español era la etiqueta española, especialmente la de palacio. Jamás una corte fue tan estiradamente etiquetera como la de Aranjuez y Madrid. “Felipe II —observa Saint-Victor, que como buen francés sabe admirarse y burlarse de la “tiesura española”— hizo la corte de España a su imagen: rígida como un claustro, guardada como un harén. En su reglamento había algo de monje y algo de eunuco”. El ceremonial era invariable; la alegría estaba ausente. “Los oficios del ceremonial español no se cumplían como en Francia con la agilidad del espíritu y con las gracias de la cortesía. También en trajes y rostros, entristecida por la vigilancia de la Inquisición, gobernada en su interior por dueñas intratables más puntuales que abedesas, la corte de Carlos II ofrecía el aspecto de un clero fúnebre oficiando ante un rey embalsamado”. Faltaba espontaneidad…
Imponía la etiqueta de palacio las horas para levantarse, acostarse, comer, y los vestidos, los dichos, hasta las ideas… Y diz que penetraba hasta la aleoba de los reyes. “El amor conyugal tenía su consigna y su uniforme. Cuando el rey venía de noche al aposento de la reina, debía ponerse sus zapatos como zaàtillas, llevar un manto negro sobre la espalda, blandir en una mano la espada, en la otra una linterna, sorda, tener un broquel sujeto al brazo derecho, y, en el brazo izquierdo, una botella de forma equívoca… Enanos, monstruosos bufones, trataban de distraer esa corte española, como los gnomos que saltan, en las noches de luna, alrededor de los sarcófagos antiguos. Hay que verlos pintados por Velázquez para comprender toda la ibérica grosería de aquellos príncipes y cortesanos a quienes deleitaban”24.
En la corte española se practicaba, casi en exceso, la sobriedad tradicional española. Más interesante es ver que en el palacio era común el negro entre los reyes pero tampoco debe sorprender que la práctica de vestir de negro también está en el pueblo español. De acuerdo al testimonio del nuncio Camillo Borghese, Felipe II «vestía de negro con un birrete, capa y espada», la infanta Isabel de «negro, con velludo hecho a propósito, llevando a la cabeza gorra negra con una pluma blanca» y el príncipe Felipe «estaba vestido de blanco, con calza entera, espada dorada, capa y gorra a la manera del padre, pero con un gran penacho blanco». Luego refiriéndose al conjunto de los españoles que presenció en su viaje, decía: «las mujeres visten generalmente de negro y también los hombres»25.
La disputada viajera Madame d’Aulnoy, al afirmar tanto Foulché-Delbosc como Roca Barea que su viaje es falso y el relato inventado26, describe también hábitos similares en el vestido: «los caballeros van vestidos de negro con mangas de raso color, bordadas de seda y azabache. Llevan pequeños sombreros negros, con alas recogidas con broches de diamantes, plumas a un lado, magníficas bandas y muchas pedrerías; además, la capa negra y la fea golilla, que siempre los desfigura»27. A este relato le sigue otro, del señor William Edgeman: «vimos al mascarado (sic), según lo llaman, que consistía en que el Rey y los nobles, montados en bellos corceles y vistiendo rico y anticuado atuendo (con ciertos cambios de color, pues suelen llevar sólo el negro), daban una carrera, de dos en dos, con lanzas, como si fuesen a llevarse el aro, pero no había tal aro; y así hicieron en tres sitios: en la Plaza Mayor, en la Puerta de Guadalajara y en el Palacio, donde la joven Reina se sentó en una ventana para verlos»28.
El señor Antonio de Brunel, en su viaje a España, relata la estética de las corridas de toros auspiciadas por el rey: «el traje de caballero es habitualmente negro, con espada ancha y corta y una daga; lleva el caballero varias plumas de color en el sombrero, una especie de botines blancos y acicates o espuelas doradas, a la morisca, que sólo tienen una punta»29. No menos interesante resulta la descripción de Borghese del Palacio Real en 1594: «El Palacio Real, en el que sólo viven Su Majestad, el príncipe, la infanta y el cardenal de Austria, no es un edificio de gran valía para ser la residencia de un monarca tan poderoso [...] Muchos alarbaderos están vestidos de negro con la calza entera montan la guardia del palacio. Custodian al Rey, al Príncipe, la Infanta y al Cardenal»30.
Bien podría ser Felipe II, al que Altamira apodó el más español de todos los reyes, el arquetipo del senequismo español. En su ensayo dirigido a la figura de Felipe II lo describe en los siguientes términos: «justamente con su gravedad y escasa expansión (dotes contradictorias con la niñes y la adolescencia), poseía Felipe, como prendas de su carácter y de las normas o tendencias de su conducta, una gran sencillez o modestia en el tipo de vida normal; la extrema sobriedad incluso en la mesa, y una repugnancia natural a las orgías y diversiones tumultuosas a que tan aficionados eran los compatriotas de su padre, quienes caracterizaron las costumbres de la corte de Borgoña»31.
Como un rey españolísimo, adaptado a los usos y costumbres de los reinos hispánicos que debía gobernar, concentraba dentro de sí todas las energías nacionales. Felipe era un espejo en el que el pueblo podía verse, pues representaba mucho de lo que era España. Como dice Altamira, «Felipe II heredó la propensión secular de una gran parte de los españoles a la sencillez y sobriedad: cosa diferente del lujo en el vestir y compatible con éste, como ya se vio en Isabel la Católica, a quien su confesor la amonestó por ello más de una vez. Felipe, salvo, en los casos en que las exigencias de orden político se lo impusieron, fue también modesto en el vestir. En cuanto al color negro de sus trajes, que algunos historiadores han creído ser el que usó toda la vida, no lo fue en su juventud. El traje negro que adoptó después, tuvo origen en motivos muy ajenos a las razones de que he hablado anteriormente. Ambas cosas, la sencillez, y la sobriedad (sobre todo ésta), crearon desde un principio una antipatía invencible y recíproca entre él y los flamencos a quienes había de gobernar bien pronto»32.
El autor se ciñe a que el traje negro de Felipe II poco tenía que ver con su modestia al vestir pero el historiador británico Geoffrey Parker sí logra relacionarlo a la sobriedad porque, según su perspectiva, Felipe II prefería la dignidad a través de la sobriedad que se enseñaba en el libro El Cortesano de Castiglione33. Describe la forma de vestir de Felipe II así: «el rey vestía ropa nueva cada mes, no obstante del mismo corte y color, el negro. Así es como aparece, en la cúspide de su poder, en el "retrato de Estado" de Sánchez Coello de 1587 a la edad de sesenta años»34. Relatos de la época ayudan a trazar los hábitos de don Felipe, tal es el caso de uno de los monjes que le vio en la Semana Santa de 1584 en San Lorenzo: «el rey tenía ropa y gorra, que parecía puro médico: tampoco tenía espada». Posteriormente, en 1585, recibe a su yerno, el duque de Saboya, con solo un «vestido negro, sin pompa alguna, con su Toisón de Oro», similar situación acontece durante el «desposorio de su hija» puesto que todos los invitados vestían con lujo y pompa mientras que el rey Felipe II «iba muy llano, de vestido negro común con los ciudadanos»35.
Valentin Gómez describió así a Felipe II: «erró como Rey falible; pecó como hombre flaco; pero ni sus errores denotaron malicia, ni sus flaquezas corrupción. No habia atractivo en su carácter; pero tampoco negras sombras en su voluntad. Afable con todos, amigo de los pequeños, cuidadoso de los necesitados, sobrio en las palabras, serio en el semblante, duro en la apariencia, débil en el fondo, es el Rey a quien la historia ha dado el sobrenombre de, Prudente, digno del respeto de los hombres pensadores y de la afectuosa admiración de los católicos»36.
La monarquía, en este sentido, parece ser un espejo del pueblo y viceversa. Al menos lo que históricamente ha sido monarquía, no lo que hoy llaman monarquía o se dice monarquía. Los reyes, en su infinita sabiduría y prudencia, parecen unirse con los súbditos en lo que respecta a la psicología nacional porque toda nación, en síntesis, es un conjunto de familias y es la monarquía la primera familia, la familia de familias, la más ejemplar. El senequismo es un rasgo hispánico, ibérico, español: es la humildad y la grandeza de un pueblo trascendente.
Rafael Altamira y Crevea, Psicología del pueblo español (Barcelona: Editorial Minerva, S.A., 1900), 88
Ángel Ganivet, Idearium español (Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1905), 5-6
Ibíd, 6
Ibíd, 10
Altamira y Crevea, Psicología de pueblo español, 148
Gustavo La Iglesia y García, El alma española. Ensayo de una psicología nacional (Madrid: Editorial Góngora, 1900), 102
Alfred Fouillée, Bosquejo psicológico de los pueblos europeos (Madrid: Daniel Jorro Editor, 1903), 194
Como toda obra, hay aspectos rescatables. Otros no tanto, ya sea por el prejuicio a España que hay desde el extranjero o por la ausencia de fuentes confiables. En variedad de páginas de la obra de Fouillée se ha dicho como Hispanoamérica, todavía integrante de la Monarquía hispánica, era menos productiva o eficiente que Inglaterra, como Inglaterra cobraba las rentas de sus colonias sin hacer nada mientras que España estaba enferma por la minería de oro y plata pero no conseguía resultados porque todo lo importaba. En este punto habría que decir que no todo es blanco y negro en la historia económica y colonial de América porque hubo grandísimos logros de los que poco se habla en contraste con los fracasos o los errores. Lo fundamental es discernir y trabajar las fuentes cuidadosamente.
Fouillée, Bosquejo psicológico de los pueblos europeos, 199
Ramón Menéndez Pidal, Los españoles en la historia (Madrid: Espasa Calpe, S.A., 1991), 60
Ibíd, 60-61
Ibíd, 61
Ibíd, 61-62
Ibíd, 62
Ibíd, 68-69
Ibíd, 70-71
Rafael Altamira y Crevea, Historia de España y de la civilización española II (Barcelona: Herederos de Juan Gili Editores, 1913), 546
Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de España. Prólogo y selección de Jorge Vigón (Valladolid: Cultura Española, 1938),104
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente I (Madrid: Espasa-Calpe, 1999), 244
Ibíd, 244
Ibíd, 245
Ibíd, 245
Ibíd, 245-246
Carlos Octavio Bunge, Nuestra América (Buenos Aires: Administración General, 1918), 74
José Luis Checa Cremades, Madrid en la prosa de viaje I (Madrid: Comunidad de Madrid, 1992), 53-54
Roca Barea afirma que «la fiabilidad del relato da idea que algunos estudiosos como Raymond Foulché-Delbosc han puesto en duda que la baronesa estuviera en España alguna vez. Esto viene por muchas razones. Primeramente, no hay constancia documental de la presencia de la baronesa en tierras españolas. Nadie la menciona y esto resulta raro. Ella nombra a mucha gente importante en aquel tiempo que dice haber conocido en España, pero nadie la nombra a ella». Véase Elvira Roca Barea, Fracasología. España y sus élites, de los afrancesados a nuestros días (Madrid: Espasa, 2019), 48. Sobre el relato hay que ser escépticos, puesto que en su gran mayoría el contenido es subjetivo y casi panfletario (de él se desprende un fuerte odio o, al menos, indiferencia a España). Puede que algunas afirmaciones estén incluso forjadas pero Roca Barea miente, o se equivoca, al sugerir que no hay evidencia documental. En 1936, el historiador francés Paul Courteault dejó clara la veracidad del viaje: «un documento recientemente descubierto por M.G. Ducaunnès-Duval, Archivero Honorario de la Ciudad de Burdeos, parece zanjar el debate. Es un documento conservado en los archivos departamentales de Gironda, en las actas del notario Conilh. Está fechado el 19 de diciembre de 1678. Cuenta el agitado viaje que Marie-Catherine Le Jumel de Bandeville, separada de François de Lamothe, Conde de Aulnoy, Contralor General de la Casa del Príncipe de Condé, hizo de París a Burdeos para viajar a España». Consúltese Ángeles García Calderón, “Mme d’Aulnoy y su contribución al desprestigio de España en Europa: Relation du voyage en Espagne (1691)”, ONOMÁZEIN, n.º VII (2020), 115.
Checa Cremades, Madrid en la prosa de viaje I, 63
Ibíd, 64
Ibíd, 83-85
Ibíd, 30
Rafael Altamira y Crevea, Ensayo sobre Felipe II: su psicología general y su individualidad humana (México: Editorial Jus, 1950), 36-37
Ibíd, 37-38
Geoffrey Parker, Felipe II. La biografía definitiva (Barcelona: Editorial Planeta, S.A., 2018), 1074
Ibíd, 1074
Ibíd, 1078
Valentin Gómez, Felipe II. Estudio histórico-crítico (Madrid: Antonio Pérez Dubrull, 1879), 183