Réplica a un jacobino
A propósito del artículo de Pedro Insua, día 24 de agosto de 2022 en El Liberal
Léase el título con ironía. Abandonamos el siglo XVIII hace mucho.
Esta vez me dirijo públicamente a Pedro Insua, desde un medio en el que considero no seré bloqueado ni silenciado. Hace tiempo que me ha bloqueado de redes sociales por contestar a sus delirantes críticas a la religión católica. Esta supuesta crítica que plantea en El Liberal no es más que una vaga refluencia de las anteriores. Sólo que parece centrar su ya conocido ateísmo adolescente en nosotros los tradicionalistas, por considerarnos unos «sectarios».
Es más, Gambra cree que los desafueros actuales son producto del liberalismo, “del cual es secuela todo lo demás” (en referencia al socialismo, comunismo, fascismo, etc). La sociedad “tradicional”, cree el tradicionalista, es la que está inspirada en la tradición de la Iglesia católica, única tradición de origen divino. O sea, única tradición. No hay ni puede haber otra tradición que la que esté inspirada en la única religión, la verdadera. Con esto cree el tradicionalista que ya está diciendo algo; justificando algo. Incluso cree estar justificándolo todo. El creyente se cree con más autoridad para hablar de Dios que el ateo, porque cree él tener una relación real con Dios (y que, por lo visto, no tiene el ateo).
En este sentido, no hay mucho que contestar; Insua pretende una crítica a la obra del Excmo., José Miguel Gambra pero desde un artículo en la red donde no existe la intención de ofrecer los extractos de la obra, ni mucho menos un análisis exhaustivo dedicado a la materia. No se ve la primera, ni la segunda citación; solo un constante parafraseo sometido a un ridículo sarcasmo, tan característico del personaje.
Por tanto, no voy a gastarme a juzgar la obra del señor Gambra. Su obra es respetable, muy bien documentada y parte de un marco filosófico que para sorpresa de Insua, no es el materialismo filosófico al que él, literalmente, sí ve como el único marco posible aunque constantemente este señor epígono del difunto Gustavo Bueno Martínez esté en problemas con los otros discípulos y epígonos que siguen la línea dura de la FGB. Todo radica en el insoportable y recalcitrante jacobinismo del señor Insua, que le ciega y le imposibilita cualquier análisis.
Habrá que admitir que en estas cuestiones los señores de la FGB, y ciertos personajes concretos que me niego a mencionar, tienen toda la razón contra este señor y su «novedosa» ideología «racionalista»; ya ha calado previamente en todo lo que hoy día conocemos como liberalismo y es la base de la democracia realmente existente, de las democracias de mercado pletórico. En cuanto a su propuesta política, el señor Insua no ofrece nada. Sólo se llena de las típicas consignas: Estado centralista, igualdad para todos los ciudadanos, ciudadanos libres e ilustrados y, bueno, digámoslo así… ¡Liberté Égalité, Fraternité! Todos tenemos claro, a mi parecer, que la Revolución Francesa fue inoculada y vino para quedarse. Aún con la reacción (de contestar, de estímulo; no la reacción de los contrarrevolucionarios) de los que luego se autodenominarían conservadores, moderados o lo que el filósofo Gustavo Bueno Martínez llamaría, esencialmente, derecha liberal (como una mutación de la izquierda radical que lucha contra la segunda generación de izquierdas). Lo no queda claro, sin embargo, es cómo la Revolución Francesa ha llegado tan tarde a Pedro Insua, que hoy la celebra como un hito y la cura a las necesidades españolas. No quisiera pensar que la medicina de nuestro jacobino preferido para el separatismo sea hundir barcos de vascos y catalanes a cañonazos, ni tampoco que se proponga una Vendée a la española.
En fin, hay que centrarse en el punto: señor, el creyente tiene «autoridad» para hablar o relacionarse con Dios porque, como usted mismo lo indica, cree; el ateo no cree o niega creer (apostasía y por tanto, infidelidad). El ateísmo bien puede ser la crisis de fe (el que un individuo no esté seguro, se aleje o pierda el camino pero se escude la supuesta inexistencia de Dios), la infidelidad (porque ha pasado a la herejía y de la herejía a la apostasía) y la apostasía en su sentido amplio: porque se ha alejado y se ha convencido de la inexistencia de Dios, al punto de no solo creer sino cuestionar e inducir a otros en este lamentable estado. No hay términos medios, no hay más discusión en este supuesto. El creyente, implicando que sea un católico practicante y no uno de esos católicos culturales que usted tanto menciona, participa de los ritos, de la Eucaristía, está en conexión con su Clero y ve lo que usted, o los suyos, se niegan a ver. ¿Le parece cuestionable la exclusión? Pues aún en las Repúblicas de ciudadanos libres, ilustrados y racionalistas, existe la exclusión; tiene a los extranjeros, a los residentes, a los indocumentados, a la nuda vida. A los desclasados y, por encima, a las oligarquías; la igualdad política jacobina no garantiza, bajo ningún contexto, la inexistencia de la exclusión de unos y otros.
Pero eso es precisamente lo que se discute: si Dios no es -si Dios no puede ser-, ni creyente ni ateo tendrían relación con él (aunque uno de ellos creería tenerla); y si Dios fuera, ambos igualmente la tendrían (aunque uno de ellos creería no tenerla). Ignora el creyente que la fe nada prueba, y cree saber de lo que está hablando cuando dice Dios porque se cree inspirado, iluminado, por él (la fe como don divino). Y esta manera de hablar no es más que una petición de principio, una falacia que gira en círculo vicioso. Lo curioso es que, a partir de aquí, se cree el tradicionalista autorizado para organizar la vida pública. Es más, se cree que perder de vista esos valores tradicionales, inspirados por la divinidad, es el principio del fin de todo orden político y social. Así los dogmas teológicos los convierte el tradicionalista español en “dogmas nacionales”, y acude para justificarlo a una prueba “histórica”: España ha surgido en el contexto de la restauración de los valores cristianos en la península frente al islam.
Si Dios puede ser, como usted dice en su planteamiento, ambos tendrían relación. Eso es parcialmente cierto y, muchos siglos después, puede contestarle el Aquinate: «la apostasía implica cierto retroceso de Dios. Y ese retroceso se produce según los diferentes modos con que el hombre se une a El. Efectivamente, el hombre se une a Dios, primero, por la fe; segundo, por la debida y rendida voluntad de obedecer sus mandamientos; tercero, por obras especiales de supererogación, por ejemplo, las de religión, el estado clerical o las órdenes sagradas. Ahora bien, eliminando lo que está en segundo lugar, permanece lo que está antes, pero no a la inversa. Ocurre, pues, que hay quien apostata de Dios dejando la religión que profesó o la orden (sagrada) que recibió, y a ésta se la llama apostasía de la religión o del orden sagrado. Pero sucede también que hay quien apostata de Dios oponiéndose con la mente a los divinos mandatos. Y dándose estas dos formas de apostasía, todavía puede el hombre permanecer unido a Dios por la fe. Pero si abandona la fe, entonces parece que se retira o retrocede totalmente de Dios. Por eso, la apostasía, en sentido absoluto y principal, es la de quien abandona la fe; es la apostasía llamada de perfidia. Según eso, la apostasía propiamente dicha pertenece a la infidelidad.»
Dicho en perfecto castellano: si abandona la fe, se retira o retrocede totalmente de Dios. El Aquinate, distingue, entonces tres formas de estar unido a Dios donde la primera viene por la fe, la segunda por la voluntad y la tercera por obras especiales de supererogación. No se pierde la gracia, ni necesariamente el vínculo con Dios, con dos de las formas de apostasía pero si, eventualmente, sucediese la perfidia, el vínculo por la fe estaría totalmente roto. Con esto es posible responder al alegato de que los ateos, aún si existiere Dios (que entiendo que para el señor Insua no existe), están en conexión con Dios. Algunos sí, algunos no. Y sin embargo, el apóstata debe luchar para romper su excomunión y seguido, purificar sus pecados. Fuera de este mundo, tocará el Juicio y purgar lo que todavía quede por perdonar, si es que estos pecados no resultaren ser mortales.
El tradicionalista, dice el señor Insua, se cree con derecho a organizar la vida pública. Todo planteamiento político pretende una forma política y una forma de gobierno determinada; a usted, señor Insua, jamás le hemos negado su supuesto derecho a organizar la vida pública española porque como sabrá, usted mismo está constantemente exclamando Estado centralista, igualdad para todos los españoles y acabar con el «antiguo régimen» español que tal parece ser para usted el simple hecho de que hayan autonomías. De lo que se trata es que no existe ningún derecho, o potestad, para organizar la vida pública; es que la vida pública se organiza políticamente y eso es un hecho fácil de ver, una realidad palpable. Aparisi y Guijarro ha dicho con mucha lucidez que «ninguna forma de gobierno ha sido revelada», puesto que Jesucristo nunca dijo si había que vivir en repúblicas o monarquías. No obstante, dice: «pero nosotros sabemos que entre las imperfectas de gobierno, la menos imperfecta que se conoce en el mundo es la monárquica; que la monarquía y la nacionalidad española nacieron juntas; que el amor a la monarquía está infiltrado en nuestras venas»
.El ideal del tradicionalista es el monárquico por el simple hecho de la Hispania primigenia durante el régimen visigodo fue una monarquía, en el III Concilio de Toledo se sentaron las bases monárquicas y religiosas de la unidad española y porque durante la Reconquista, que ya el señor Insua ha mencionado adelantándose a los hechos, los príncipes cristianos confiaron en la monarquía y los más prudentes políticamente hablando no solo vieron en ella la realización de un sueño, sino apostaron por una monarquía unificadora y no por el feudalismo de los pequeños monarcas. La unidad española habría sido inconcebible sin el proyecto «centralizador» (que no centralista) de los Reyes católicos.
Esta realidad sería alterada, como ya sabemos, por el nacimiento del imperio con el ortograma para «envolver» a los moros pero que termina en el descubrimiento de las tierras americanas. Así, hubo que adoptar otra forma política inspirada, nuevamente, en la pluralidad de Reinos y costumbres. Ahora bien, España como comunidad política y realización histórica se perfecciona en la idea de la unidad religiosa, esbozada en Toledo, y en la idea de un rey a la cabeza; es decir, que reine un rey que es católico y que el pueblo regido sea, esencialmente, católico. En la medida de que el rey sea católico, y cumpla con sus deberes cristianos, el pueblo hincará la rodilla. En palabras del Aquinate: «Efectivamente, los infieles, debido a su infidelidad, merecen perder su autoridad sobre los fieles, que han sido elevados a hijos de Dios».
Podemos servirnos de Salvador de Madariaga para reforzar la tesis de la unidad religiosa y política de los españoles, insistiendo en que Madariaga no es sospechoso de tradicionalista: «estos principios a su vez respiraban el sentido de unidad que España debía a su fe —unidad en Dios que hacía del rey la cabeza del Estado—. Nada más natural que el error de identificar este concepto de la monarquía con el despotismo. Pero el rey de España no era un déspota. Era cabeza del Estado en un sentido vivo —sentido en el cual definen y justifican, y por lo tanto limitan y condicionan sus derechos y privilegios las funciones y los deberes que su cargo le imponía—. Rex eris si recte facias; si non facias, non eris —decían a sus nuevos reyes los visigodos, y esta idea corre por todo el pensamiento político del país y reaparece constantemente en el curso de su historia, tomando a veces formas harto caseras—».
De aquí no solo podríamos extraer la fisionomía cristiana y católica de nuestra España, y por tanto de las Españas o las Indias, sino el que España se hizo contra un enemigo infiel, que España fue campeona de Roma contra el hereje aún en la época imperial y que con la victoria de la Reforma, España se encerró a sí misma a modo de una Cristiandad menor. ¿De qué otra manera podría explicarse el histórico apego a la monarquía entre las capas más bajas de España, muchas veces en contra de las élites? Fue la nuestra una monarquía cristiana, no el despotismo que tanto criticaron los ilustrados franceses o el que, por cierto, quisieron establecer los afrancesados en España a imitación de Francia. El señor Insua, en su afán de construir una república centralista, no entiende la importancia de la monarquía ni que la Ley fundamental española no es la Constitución, ni iba a ser la Constitución (mucho menos lo será, puesto que es una cosa irrelevante), sino lo dispuesto por Jesucristo, quien en primer lugar es rey de todos los hombres, y seguido la razón natural de la que habla el Aquinate.
Seguirán explicándonos los portadores de las buenas nuevas (que quieren vendernos la ilustración y la carnicería de 1789 como novedades políticas) que el amor por la patria es cuestión de papeles, de libertades y de ser ciudadanos de una polis. De acuerdo a esta visión los españoles se alzaron contra Napoleón por una nación española (que no una patria, que es común a todos) y no por un rey al que, por cierto, no conocían (pero hubo devoción a él incluso en América) y mucho menos por la religión católica, fuertemente pisoteada por el enemigo del género humano. Carl Schmitt, en un texto que se complementa muy bien con su Teoría del partisano, llega a comparar las enemistades de Alemania y España contra Napoleón. A su juicio, ambas resultaron mortales; la enemistad prusiano-alemana fue severa pero, a diferencia de esta, «España disponía de otras reservas de fuerza política que Alemania, reservas pre-revolucionarias más intensas. Los alemanes no sentían nada parecido a la indignación religiosa y moral de los españoles frente al enemigo de la fe y al saqueador de sus iglesias. Napoleón, el gran secularizador del año 1803, tenía en el bolsillo un concordato con Roma. Pero esto de nada le sirvió en España»
.Por último, queda aclarar un punto: sobre el «principio del fin de todo orden político». ¿A qué se refiere concretamente el señor Insua? En la perspectiva católica, y volvemos a servirnos del Doctor Angélico, «el derecho divino, que procede de la gracia, no abroga el derecho humano, que se funda en la razón natural». Sin embargo, tendríamos que servirnos de Egidio y de la doctrina medieval para entender el fundamento de la sociedad política, el fundamento de gobierno. Partamos de la doctrina de las dos espadas, una que fue desenfundada y otra que yace enfundada. La enfundada la conserva Roma mientras que la desenfundada la portan los príncipes en símbolo de su potestad, pues todo poder tiene que tener fundamento divino. Aún si este poder, aquí entra la discusión del dominio que fue común en la conquista de América y que fue sacada a la luz por Francisco de Vitoria, es llevado por infieles el dominio ha de respetarse porque la humanidad fue mandada a repartirse en dominios, poderes y entidades políticas. Ahora bien, la conservación del dominio depende no solo de la prudencia política, de las virtudes humanas y de la destreza en el gobierno sino de su origen, de la causa celeste. Si el Señor puede otorgarlo, también puede quitarlo.
Egidio Romano, teólogo, nos recuerda: «¿Qué significa que aún habiendo dos espadas, sólo una fue extraída y la otra permaneció en la vaina, si no el hecho de que la iglesia tiene dos espadas: una espiritual para el uso y una material no para el uso, sino para el mando?», a lo que agrega: «existen ahora en la ley de la gracia, han existido en la ley escrita, y existían en la ley de la naturaleza […] ellas [las dos espadas] fueron siempre y son cosas diferentes y una no es la otra»
.Respecto a la causa celeste, causa primera del orden político: «si los dos poderes están en relación de modo que uno es general y extenso y el otro particular y reducido, entonces es necesario que uno esté bajo el otro, que sea instituido por el otro y que actúe por comisión del otro»
. En pocas palabras, hay una relación originaria entre las dos espadas pero no una confusión entre autoridad y potestad, se vinculan pero no se entrelazan porque no son la misma cosa ni pueden serlo. Un príncipe cristiano, por decirlo así, aspira a que en lo temporal su Reino, o su comunidad política, se adapte a los principios por los cuales le fue cedido el poder. Sea dentro de los parámetros divinos (el origen del poder o la potestad), dentro de los parámetros naturales (la Tierra se divide en señoríos y dominios) o dentro de los parámetros escritos, de la lex (la elección o el legado como mecanismos de sucesión, las formas de gobierno, la rebelión, la tiranía, la resistencia, etcétera).No sorprende el escaso conocimiento de teología política en enemigos tan recalcitrantes no solo de la religión católica, sino de la religión y del mito en general. Tiene todo el propósito: ser la luz racionalista, luciferina, contra el oscurantismo y las supercherías de los dogmáticos. Duela o no, es como dice John N. Gray, «la política de la Edad contemporánea es un capítulo más de la historia de la religión»
. La inspiración para las primeras formas de Estado modernas —el adjetivo es innecesario pero no tanto para los que insisten en que hay Estados y Estados modernos— es el propio Papado como forma de lo político. El fundamento principal de la estatalidad es la neutralización, el del Estado laico, pero esto en realidad es la concentración de todas las funciones, potestades y autoridades. Esta invención moderna requerirá un fundamento, que ya no es el de Dios, sino el del pueblo. La soberanía del pueblo, la libertad del hombre, los derechos humanos (cualquiera sea el mito); todo esto, en el sentido dado por Balmes, es una religión local creada por los hombres, no bajada del cielo. Una religión cívica destinada a regir a los hombres y a moldearlos desde la idea del mito cívico-secular, no tradicional, de Blumenberg (lo que será la legitimidad de la Modernidad).El catedrático español Dalmacio Negro Pavón, muy detestado entre los círculos positivistas como los cercanos al señor Insua, describe el embrollo de las religiones cívicas de la siguiente manera: «hay religiones para todos los gustos. Con la difusión de la ideología sacralizadora de los valores, que pretende llenar el vacío creado por el formalismo kantiano, la natural subjetividad de la conciencia, el órgano que evoca lo divino, se ha convertido en una caja de Pandora y a la vez en un lecho de Procusto. Cualquiera puede inventarse una religión para su uso personal, señala el sociólogo Peter Berger». A lo que también agrega: «si el laicismo inmanentista combate al cristianismo, débese a que nació en Europa, dentro de la cultura cristiana, a que es aquí donde se desenvuelve, aunque ya tenga sucursales en otros lugares. Dado su origen, contiene elementos del cristianismo. En cierta manera aspira a realizar el cristianismo sin Dios»
. El fundamento de toda religión es la negación de las infidalidades, de la herejía y de los falsos ídolos. Del otro lado, el fundamento de los falsos profetas es acabar con la Verdad y con lo que considera también ídolos, asociados al oscurantismo y al azar mientras que estos falsos profetas acuden a la ciencia y a la tecnología. O peor, a la libertad humana; como si nunca fuimos libres, en una suerte de política futurista. Hemos visto los terribles resultados de esta forma de hacer política. Por un lado, íbamos a vivir el siglo de derechas de Mussolini (como lo describe en el Manifiesto) y, por otro, íbamos a alcanzar el estadio comunista en la década de 1980.La cuestión es que ser español no requiere de ninguna prueba de existencia más que la de probar (documentalmente, sí, el DNI) que se pertenece, como ciudadano, a un Estado. Ello significa el cumplimiento de una serie de derechos y obligaciones derivados de dicha pertenencia, con unos códigos, una constitución, etc. Sin embargo, ser cristiano, en cuanto perteneciente a una comunidad de fieles, requiere de cierta prueba de verdad sobre los contenidos doctrinales de dicha religión, en torno a la cual se forma dicha comunidad, sobre todo para distinguirse de otras.
Si el nacimiento de nuestra patria, España, no tiene relación con el catolicismo, ni con los cristianos viejos o no es una idea trascendente (pues desborda el Atlántico), llegamos a este punto: ser español no requiere ninguna prueba más de existencia que la de tener el DNI y la de pertenecer a un Estado. España es, pues, una triste «república de ciuadadanos libres» (tal parece que no vale la pena el esfuerzo de crear una república centralista, puesto que ya existe). El entendimiento de conceptos como sangre, raza (o etnia, si eso escandaliza menos al señor Insua), religión y asentamiento queda a un lado cuando sólo interpretamos a España como un Estado que, por lógica, pertenece a una comunidad de Estados. Este señor, hegeliano a morir, ha sido crítico de Kant pero asume los postulados kantianos sin quererlo.
Todos sabemos que la naturalización existe, ha habido un régimen de naturalización en la España previa a 1811. Nunca se negó la posibilidad de ser súbditos (salvo, claro, a los herejes), como también hubo súbditos de todas las etnias y nacionalidades. Recordamos a los sicilianos, a los flamencos, a los propios indianos súbditos de Castilla. No se trata de reinvindicar un Estado étnico, al modo del nacionalsocialismo, porque no solo hay una imposibilidad en su realización sino porque entre los propios españoles hay profundas diferencias y para sorpresa del señor Insua, no estoy refiriéndome yo a los gitanos, moros o subsaharianos a los que, sin lugar a dudas, ofrecería este señor nacionalidad si pudieran demostrarlo con un papel. Me refiero a que España es un solar de pueblos, que hay unas Españas pero no tardaría, de leer esto, en acusarme de promover separatismos o de decir que me refiero a una nación de naciones.
En la obra de Konetzke hay interesantes menciones al tema migratorio y a la política de naturalización de la época imperial, de las que nos valdremos para seguir nuestra argumentación. Felipe II, por ejemplo, permitía la naturalización de no españoles si estos hubieran vivido en España durante diez años, poseyeran hogar propio y estuvieran casados con españolas (bajo Fernando el Católico, había que estar casado de quince a veinte años). Bajo estos parámetros, un extranjero podía naturalizarse como súbdito español con todos los derechos y obligaciones que esto implicaba. Sus hijos solo podían considerarse naturales si, por ejemplo, sus padres ya habían vivido previamente diez años en la España peninsular. Luego, a las Indias, se podía acceder con una carta de naturalización
. Sorprende que los monarcas españoles hayan sido más idulgentes con los indios, quienes en principio fueron bárbaros. Fueron hechos súbditos de Castilla mientras que como extranjero ser súbdito de Castilla y de Aragón, o del propio rey de las Españas y las Indias, tenía sus dificultades.Los reyes no se negaban a la presencia de extranjeros pero cuidaban la inmigración y mucho más a las Indias, donde convenía evitar herejes protestantes, judíos, moriscos y grupos que socialmente significaban un peligro para la integridad política y religiosa de los españoles. El razonamiento detrás era el bien común. Digámoslo más en términos que el señor Insua pueda entender: la eutaxia. Los extranjeros eran considerados súbditos del rey, y no necesariamente españoles en el sentido étnico y cultural, cuando cumplían con sus cargas y recaudos (porque insisto: ¿se consideraría para la época a un francés o a un flamenco, español?). Para ser súbdito, esta vez no por sangre sino por asentamiento, había que demostrar qué beneficio tendría la presencia del extranjero en el Reino. Tener méritos, ser buen cristiano, tomar a una mujer española, seguir las leyes del Reino y ser de renombrada familia. Enraizar, básicamente. Otorgando, en cinco años e incluso en dos, un DNI a cualquiera que venga a España está lejos de beneficiar a los españoles por una infinidad de motivos: culturales (el reemplazar las costumbres autóctonas con otras bajo la excusa del Estado laico), étnicas (forzar un mestizaje que no hubo, ni siquiera, en América o peor aún, que la población extranjera termine siendo más numerosa que la nacional) y políticas (la capacidad de un Estado de hacer la guerra con la movilización de gentes, caso nada nuevo vista ya la historia bélica).
El que quiera ser español, porque no existe ya la condición de súbdito, debe demostrar que debe aportar y que quiere con devoción a la cultura española. De no convertirse, porque ya no hay mecanismos como los de la otrora Inquisición española, tendría que ajustarse a los parámetros nacionales y renunciar a sus costumbres o, por lo menos, practicarlas cuando ésto no afecte la integridad política y biológica de los españoles. Que, como sabrá el señor, Insua son cristianos católicos desde que tenemos uso de razón y memoria. El Aquinate nos advierte, siguiendo las Sagradas Escrituras, cuál debe ser el trato con los extranjeros: «tres eran las ocasiones que se ofrecían a los hebreos de tratar pacíficamente con los extraños: primera, cuando éstos pasaban por la tierra de aquellos como peregrinos; otra cuando venían para establecerse como forasteros […] en ambos casos manda la ley usar con ellos de misericordia, pues se dice en Ex 22,20; No afligirás al forastero, y en 23.9, No serás molesto al peregrino (cf. obj 3)» pero también nos lleva a una conclusión muy evidente: «el bien común que es conforme con la virtud, ha de ser antepuesto por todos al bien privado».
Toda hospitalidad exige límites, toda recepción de extranjeros debe ser conforme al beneficio del pueblo receptor. Nada más partiendo de esto, debe alterarse cualquier concepto de ciudadanía que vaya en contra de la misma España como ha demostrado el propio acontecer político y social español.Sé que a este punto deseaba llegar el señor Insua, aunque lo excuse en la adhesión religiosa de los propios naturales españoles. El día que una oleada de ejércitos no armados de gentes que movilizaban los servicios de inteligencia marroquíes, el señor Insua se apresuró a decir que no era una invasión porque no había declaración de guerra, ni acción armada del ejército marroquí. En su formalismo de siempre, negó lo que era obvio para todos los españoles. Incluso para la cúpula gobernante española, que muy ciega no es a pesar de su cipayismo con Europa y los Estados Unidos.
Hay que responder lo siguiente: el cuerpo político, la cosa común o la república, tiene como cabeza a un gobernante y está conformada, como metáfora biológica, por una serie de partes entre las que está el pueblo. La cabeza de este cuerpo político no debería desentenderse, y de esto hablamos mucho más atrás, de los preceptos que rigen el orden social y natural. En este sentido, un príncipe cristiano tiene que mandar a la cristiana manera y para un pueblo que, en su mayoría si es posible, sea cristiano. Por otro lado, la comunidad de fieles es descrita por Santo Tomás: «así es como se llama a la Iglesia entera cuerpo místico por analogía con el cuerpo natural del hombre, que realiza actos diferentes de acuerdo con la diversidad de miembros, como enseña el Apóstol en Rom 12,4-5 y 1 Cor 12,12ss, así también se llama a Cristo cabeza de la Iglesia por semejanza con la cabeza del hombre. En la cabeza se puede prestar atención a tres cosas, que son: el orden, la perfección y el poder. El orden, porque la cabeza es la primera parte del hombre, comenzando por arriba. Y de ahí que se acostumbre a llamar cabeza a todo principio, según lo que se lee en Jer 2,20: En toda cabeza de camino te pusiste un lupanar».
Los hombres pertenecen a un cuerpo político, sin excepción mientras que, por elección y en cumlimiento de sus deberes religiosos, pueden formar parte del Cuerpo Místico. Otra vez, en palabras del Aquinate: «la diferencia entre el cuerpo natural del hombre y el cuerpo místico de la Iglesia está en que los miembros del cuerpo humano existen todos a la vez, mientras que los del cuerpo místico no coexisten todos: ni en el orden de la naturaleza, porque el cuerpo de la Iglesia está constituido por los hombres que han existido desde el principio hasta el fin del mundo; ni tampoco en cuanto al orden de la gracia, porque, entre los que viven en una misma época, unos carecen de la gracia, habiendo de poseerla más tarde, mientras que otros la tienen. Así pues, se consideran como miembros del cuerpo místico no sólo los que lo son en acto, sino también los que lo son en potencia. De éstos, algunos nunca serán miembros en acto; otros, en cambio, lo serán en algún tiempo, de acuerdo con un triple grado: primero, por la fe; segundo, por la caridad en esta vida; tercero, por la bienaventuranza en el cielo».
El español tiene un deber con su patria, porque es natural de esa tierra, y a la vez tiene un deber con Dios, porque pertenece o podría pertenecer al Cuerpo Místico. Lo que acontece en este supuesto es una jerarquía (conviene otra vez recordar la causa celeste de Egidio); el príncipe, cristiano pero también de un pueblo determinado, tiene primero el deber con Dios y luego, con su patria. Por tanto, eso implicará incluir o excluir de acuerdo también al cumplimiento de los deberes cristianos que tiene el pueblo y a partir de las acciones del príncipe, violando sus cristianos deberes, este pueblo puede desobedecer o resistir. La teología tiene las respuestas que, por ejemplo, el señor Insua desconoce o directamente se niega a ver porque su visión del Estado, de la política, es limitada.
Si tuviéramos, claro, que verlo a su manera podríamos llegar a conclusiones similares, sólo que se ven ya como necesidades políticas y no como lo sagrado: así, aquel enemigo de la ideología de Estado o del fundamento de Estado, ha de ser excluido del Estado. Sea el que quiera romper la nación formando otro Estado, sea el que quiera delinquir o el que quiera rebelarse, buscando fragmentar el Leviatán e invocar el Behemot, o aquel que se alce contra la estabilidad de ese Estado. El sólo hecho de violar la Constitución o no jurar a ella, implica una amenaza al statu quo y, por tanto, una posible exclusión o declaración de enemistad. No podemos ser los cristianos los únicos intolerantes a algo, los únicos que declaramos la amistad cuando, en todo caso, estamos ante leyes de hierro o máximas talladas en mármol que son naturales a la política.
Ahora bien, se produce aquí una paradoja, en torno a la prueba de la fe, que sitúa al creyente en una aporía insalvable: a saber, si el creyente no prueba su fe, esta se vuelve absurda (no racional); y si la prueba, y toda prueba es prueba racional (no hay otra), entonces la fe se vuelve superflua (no hace falte creer lo que ya se puede conocer racionalmente), y así la fe no tendría ningún mérito ni valor. El mérito de la fe consiste, precisamente, en creer lo que no se sabe, ni se puede saber. El contenido de la fe, por lo tanto, es algo que no se puede conocer por definición (de Dios, como contenido de la fe cristiana, nada se puede decir, es inefable), sino que sólo es susceptible de conocer aquello que Dios mismo dice de sí mismo (la “Revelación”, esto es, la Biblia), lo que implica, insisto, una falacia de petición de principio (se pide el principio de Dios como prueba de su propia existencia revelada). “Si te busco es porque ya te he encontrado”, decía San Agustín. Al final la única “prueba” de fe es la propia intensidad de la convicción o creencia, sin salir del círculo vicioso de la petición de principio. Toda fe, aún mediando todas las sutilezas de la teología que se quieran, es fe ciega o de carbonero. Toda fe es absurda, de lo contrario dejaría de ser fe (credo quia absurdum).
¿Es la verdad primera objeto de fe? se pregunta retóricamente Santo Tomás en la Suma Teológica, con lo que basta para responder las delirantes críticas del señor Insua. Aunque son dirigidas supuestamente al tradicionalismo, terminan contra la fe cristiana a la que siempre caracterizará de oscura, absurda, ciega, etcétera.
Responde Santo Tomás de Aquino: «todo hábito cognoscitivo tiene doble objeto: lo conocido en su materialidad, que es su objeto material, y aquello por lo que es conocido, o razón formal. Así, en geometría, las conclusiones constituyen lo que se sabe materialmente, y la razón formal de saberlo son los medios de demostración. Lo mismo en el caso de la fe. Si consideramos la razón formal del objeto, ésta no es otra que la verdad primera, ya que la fe de que tratamos no presta asentimiento a verdad alguna sino porque ha sido revelada por Dios, y por eso se apoya en la verdad divina como su medio. Pero si consideramos en su materialidad las cosas a las que presta asentimiento la fe, su objeto no es solamente Dios, sino otras muchas cosas; y estas cosas no caen bajo el asentimiento de fe sino en cuanto tienen alguna relación con Dios, es decir, en cuanto que son efectos de la divinidad que ayudan al hombre a encaminarse hacia la fruición divina. Por eso, incluso bajo este aspecto, el objeto de la fe es, en cierto modo, la verdad primera, en el sentido de que nada cae bajo la fe sino por la relación que tiene con Dios, del mismo modo que la salud es el objeto de la medicina, ya que la función de ésta se encuentra en relación con aquélla»
Si no es a Dios, ¿a quién tendría que probarle su fe el cristiano? Si es una relación con Dios, un vínculo con lo divino desde lo sagrado (los ritos y la liturgia), volvemos a la misma pregunta: ¿a quién ha de probarle la fe el cristiano? ¿Al príncipe? ¿a Pedro Sánchez? ¿al Gobierno español? ¿a la Inquisición española que, como nos imputan, queremos restaurar? Lo que aquí es más claro que el agua es que el señor Insua ni siquiera entiende lo que está criticando, ni el modelo de sociedad histórico de los cristianos ni el cuerpo político en cuanto al Cuerpo Místico, donde están los que son y los que pueden ser.
Sobre lo visto, lo que debe ser evidente, responde el Aquinate: «la fe implica asentimiento del entendimiento a lo que se cree. Por un lado, asiente movido por el objeto, que o es conocido por sí mismo, como ocurre en los primeros principios sobre los que versa el entendimiento, o es conocido por otra cosa, como en el caso de las conclusiones, materia de la ciencia. Por otra parte, el entendimiento presta su asentimiento no porque esté movido suficientemente por el propio objeto, sino que, tras una elección, se inclina voluntariamente por una de las partes con preferencia sobre la otra. Si presta ese asentimiento con duda y miedo de la otra parte, da lugar a la opinión; da, en cambio, lugar a la fe si lo presta con certeza y sin temor. Mas dado que se considera que hay visión cuando las cosas estimulan por sí mismas nuestro entendimiento o nuestros sentidos a su conocimiento, es evidente que no se da fe ni opinión sobre cosas vistas, sea por el entendimiento, sea por el sentido»
.Nuestra fe es el problema pero no la suya. No es poblema la fe del ateo, las imposturas del ateo. Yo invitaría, de paso, al señor Insua a probar que existe la soberanía del pueblo y la igualdad de todos los hombres.
Pues bien, con esto pretenden, además, esos llamados “tradicionalistas”, dar lecciones de política y de moralidad. Es más, se creen que pueden hablar de Dios como útil para la Polis, incluso necesario para el buen orden social, e irse de rositas, sin tener que justificar dicha creencia, por creerla inspirada sin más. Y entonces aquí se insolentan, y exigen respeto a sus creencias frente al ateo, cuando reconocen, a su vez, que sus creencias (el contenido de la fe cristiana) no se pueden justificar racionalmente. Es un don, una sabiduría especial, cuya fuente, de nuevo, es el mismo Dios. Precisamente, y este es el diagnóstico “decadentista” de los llamados tradicionalistas, es el “olvido” de ese don, derivado de la laicidad y la secularización de las sociedades contemporáneas. Lo que ha puesto en degeneración a las sociedades actuales, a partir de la Revolución francesa (conspiración masónica), es el haber perdido de vista los “principios y valores” de inspiración cristiana, que están en la base de las sociedades occidentales. Hay, de nuevo, que traer al primer plano de la vida política los valores (cristianos) de lo sagrado, para restaurar la armonía social que reinaba en la comunidad política cuando ésta estaba inspirada por esos valores. Unos “valores” que, sin embargo, a su vez, creen innecesario justificar.
Que, en general, Dios y la religión (o pongámoslo en términos de otras sociedades paganas) es bueno para el vigor de una sociedad política, y de la sociedad en general, ya ha sido un tema más que tratado. Basta comparar siglos de religiosidad, y de grandes paradigmas religiosos, con la triste historia del liberalismo que, eventualmente, será comido por sus propios hijos hasta generar una sociedad por completo nihilista, sin nada sobre lo que asentarse. Destruir lo sagrado pretendiendo sustituirlo con ideologías o ideales tiene que ser una de las ofensas más grandes al hombre, desnaturalizarlo y quitarle su deseo de trascendencia.
«El hombre religioso asume un modo de existencia específico en el mundo y, a pesar del considerable número de formas histórico-religiosas, este modo específico es, siempre reconocible. Cualquiera que sea el contexto histórico en que esté inmerso, el homo religiosus cree siempre que existe una realidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso mismo, lo santifica y lo hace real»
. Las categorías utilizadas nos permiten inferir que se trata de Mircea Eliade, un historiador de la religión de conocido peso. No hay nada en este mundo que pueda reemplazar la existencia religiosa, ni siquiera el más burdo totalitarismo estatal: el hombre quiere trascender, no puede vivir pensando que el mundo es eterno y que sus acciones, en la vida, no importan nada. El hombre no quiere pensar que es un grano de arena en un infinito y oscuro universo. No quiere pensar en vida extraterrestre porque, sencillamente, no puede admitir que está acompañado de muchos como él en otro punto de la galaxia. No puede abandonar la idea de que fue creado.Continúa Eliade sobre el hombre religioso: «cree que la vida tiene un origen sagrado y que la existencia humana actualiza todas sus potencialidades en la medida en que es religiosa, es decir, en la medida en que participa de la realidad. Los dioses han creado al hombre y al Mundo, los Héroes civilizadores han terminado la Creación y la historia de todas estas obras divinas y semidivinas se conserva en los mitos. Al reactualizar la historia sagrada, al imitar el comportamiento divino, el hombre se instala y se mantiene junto a los dioses, es decir, en lo real y significativo»
.Sólo alguien que niega la fe, que culpa al hombre por creer y lo considera víctima de sus vicios, de su ignorancia o habla de la fe del carbonero, tiene moral de esclavo. Está destinado a perecer como un hombre insignificante, incapaz de trascender; alguien que no tiene nada que dejar, ni legar. Un ser que se ha negado a ser héroe o santo, uno que se regocija en su insignificancia. Incapaz de rendir cuentas a una entidad superior porque para él no existe moral objetiva, no existen leyes universales; no existe una razón natural, ni nada que nos una y nos rija a los hombres. Los hombres somos, pues, simplemente hombres porque así lo dicta la Declaración de los Derechos del Hombre y porque Napoleón a caballo logró la realización de estos delirios humanocentristas.
«El hombre moderno arreligioso asume una existencia trágica y que su elección existencial no está exenta de grandeza. Pero este hombre arreligioso desciende del homo religiosus y, lo quiera o no, es también obra suya, y se ha constituido a partir de las situaciones asumidas por sus antepasados. En suma, es el resultado de un proceso de desacralización. Así como la “Naturaleza” es el producto de una secularización progresiva del Cosmos obra de Dios, el hombre profano es el resultado de una desacralización de la existencia humana […] Se reconoce a sí mismo en la medida en que se “libera” y se “purifica” de las “supersticiones” de sus antepasados. En otros términos: el hombre profano, lo quiera o no, conserva aún huellas del comportamiento del hombre religioso, pero expurgadas de sus significados religiosos. Haga lo que haga, es heredero de éstos. No puede abolir definitivamente su pasado, ya que él mismo es su producto. Está constituido por una serie de negaciones y de repulsas, pero continúa obsesionado por las realidades de que abjuró»
Como palabras finales, nos queda compartir otro certero párrafo del genial Mircea Eliade, puesto que aquí no sabría cómo decirlo de mejor forma: «el hombre arreligioso en estado puro es un fenómeno más bien raro, incluso en la más desacralizada de las sociedades modernas. La mayoría de los hombres “sin-religión” se siguen comportando religiosamente, sin saberlo. No sólo se trata de la masa de “supersticiones” o de “tabús” del hombre moderno, que en su totalidad tienen una estructura o un origen mágico-religioso. Hay más: el hombre moderno que siente y pretende ser arreligioso dispone aún de toda una mitología camuflada y de numerosos ritualismos degradados. Como hemos mencionado, los regocijos que acompañan al Año Nuevo o a la instalación en una nueva casa presentan, en forma laica, la estructura de un ritual de renovación. Se descubre el mismo fenómeno en el caso de las fiestas y alborozos que acompañan al matrimonio o al nacimiento de un niño, a la obtención de un nuevo empleo, de una promoción social, etc»
Pero es que resulta que la política es común, todos participamos de la Polis, mientras que la religión no lo es. No todos entramos en el Templo. La fe no es común, el estado sí lo es. No todos pertenecemos a la comunidad de fieles cristianos, pero sí pertenecemos a la comunidad política.
Dígaselo usted a los enajenados mentales sin capacidad jurídica o con capacidad jurídica limitada, a los que se encuentran en la condición jurídica de minoridad, a los que tienen interdicción, etcétera. Dígaselo, señor Insua, a los enemigos del Estado, a los esclavos romanos, a los plebeyos, a los ilotas espartanos y a los esclavos y las mujeres atenienses. Ninguna comunidad política es del todo incluyente porque, naturalmente, todos somos desiguales y políticamente existe esta igualdad reflejo de lo natural. ¿Hasta qué punto vale la pena enajenarse en un mundo de fantasía donde existe la República de ciudadanos libres con los mismos derechos? Es retórica, no hay más explicación. Es discurso político donde quieren vendernos una idea expirada, extranjerizante y exculparla de la decadencia que hoy día tienen muchas sociedades políticas que apostaron por el modelo o, siendo honorables a la verdad, se les impuso el modelo. Nada surge de la nada, por generación espontánea, ni ex nihilo; la decadencia de nuestras sociedades tiene raíz en la Revolución Francesa y en el liberalismo que usted desprecia, por identificarse más con la izquierda, pero que al fin y al cabo, sigue siendo su liberalismo.
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«Brague prefiere hablar del “retroceso de lo sagrado”. Sin duda, porque lo sagrado es la forma en que la humanidad se relaciona con lo divino en las formas del culto religioso. Y es un hecho indiscutible que hoy se sustituye, esconde o tergiversa lo divino con falsas sacralizaciones de cosas humanas como el bienestar, el desarrollo, el nivel de vida, el sexo, la democracia, la etnia, el nacionalismo, el Estado, la Tierra, etc. Todas ellas son politizaciones tras las cuáles está el Poder». Negro, D. (2016). La crisis de lo divino y el laicismo. Altar Mayor, Nº. 170, págs. 157-166.
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