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El individualismo ibérico

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El individualismo ibérico

Notas sobre un tipo ideal-histórico

Alejandro Perdomo
Oct 3, 2022
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El individualismo ibérico

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La idea de un individualismo ibérico ha sido reconstruida históricamente por los diversos apologistas e historiadores españoles del siglo XIX y XX con el fin de describir un fenómeno que ha podido apreciarse en diferentes procesos políticos e históricos dentro del mundo ibérico. Sírvanos de ejemplo el período de la Reconquista, donde reyes y príncipes había por doquier. En ocasiones aliados entre sí o enemistados, puesto que había que lograr una hegemonía sobre la península pero, a la vez, con la idea común de una península cristiana. Esta mentalidad, si así podemos llamar a esta tendencia, volverá a materializarse tanto en la conquista de las Indias como en la gestación de una conciencia regionalista criolla y en la desintegración del imperio.

I. Individualismo ibérico (fenómeno político): el individualismo ibérico como fenómeno político supone realidades políticas determinadas que resultan de un proceso de disgregación o atomización —similar a una feudalización, si se puede hacer préstamo del término— y que tienen como consecuencia que una unidad política se disuelva en pequeñas partes o entidades. Un caso es la desintegración del Imperio de las Indias, antes parte íntegra de Castilla. No tanto en el caso de las posesiones europeas como Flandes, Nápoles, etcétera, pues fueron mayoritariamente perdidas en guerras o entregadas producto de tratados. La atomización del Imperio en las Indias tiene un germen regionalista, heredado en gran medida por las instituciones tradicionales españolas y el celo individualista de la élite criolla. Hay momentos del individualismo ibérico como fenómeno político, a saber; a) como ya se ha señalado, que una región, entidad o un grupo busque desunir para constituir otra unidad política excluyente al resto de las partes o que sólo incluya a unas partes pero no a todas —véase el kabilismo como vía de disgregación— y b) que una región, entidad o grupo pretenda evitar un ortograma posible pero aún no realizado de unidad política —los Reinos que se negaban a la Reconquista y coexistían con los mahometanos o, actualmente, el nacionalismo de las repúblicas hispanoamericanas contra cualquier integración política—.

I-β. Separatismo: una manifestación del individualismo ibérico como fenómeno político es el separatismo. Por separatismo entendemos no solo a las tendencias políticas dirigidas a gestar formas de nacionalismo contrarias a la sociedad política a la que integran sino a las acciones destinadas a separar, disgregar y fragmentar una unidad política para lograr así la constitución de otra. Aunque el separatismo es visto primordialmente como un fenómeno moderno, liberal, es cierto que hay un antecedente medieval y barroco al mismo. A este, por su carácter preestatal, podríamos llamarlo kabilismo. Basta analizar el conflicto de los Segadores, la adhesión de Aragón al austracismo contra la recepción castellana de los Borbones, la pérdida de Portugal —a pesar de que Portugal como Reino peninsular ya había tenido vida política propia— y los intereses de los nobles acordes a la fragmentación de España durante la Guerra de sucesión. En la Tierra Firme, la primera vez que hubo kabilismo fue cuando Lope de Aguirre se alzó contra Felipe II y proclamó un Reino forajido. Luego, en el sentido moderno, están los separatismos peninsulares —Sabino Arana, Blas Infante, etc— iberoamericanos —Bolívar, San Martín, etc—, filipino, omitiendo aquí las experiencias coloniales posteriores a la desintegración imperial —el Rif en Marruecos, el Sáhara español, etc—

I-Γ. Caudillismo: dentro del individualismo ibérico como fenómeno político podemos encontrar una manifestación típica fruto de un proceso disgregador , éste es el caudillismo; se trata de una situación de anarquía parcial, no total

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, en la que un poder central (el gobierno) o una autoridad (por ejemplo, la de un rey en relación a sus territorios ultramarinos) es impotente y, como consecuencia, otros comienzan a detentar grados o niveles de poder considerables en oposición al poder regio o gubernamental. En este sentido, las comunidades comienzan a agruparse en torno a un jefe, caudillo, líder o príncipe frente al poder o la potestad regia. Dependiendo el grado de influencia o poder ejercido, este caudillo puede gozar de un poder paramilitar, de redes clientelares, acuñar moneda incluso y todo aquello que tenga implicaciones políticas siempre que la potestad regia no pueda hacer nada para evitarlo. Así, tenemos como ejemplo a Colón, aprovechándose de sus amplios poderes, para esclavizar caribes, también a los conquistadores españoles en la Tierra Firme, en el Perú o en lo que luego sería la Nueva España con planes y programas políticos propios, de vertiente autonomista (que pudo haber empeorado sin la previa inteligencia de los Reyes católicos a la hora de orquestar el nuevo proceso de conquista; véanse también las capitulaciones) y, finalmente, con los caudillos criollos tanto en la independencia como en la fase que sucede a las independencias, en la que muchos proyectos nacionales caen producto de la disgregación o, mejor dicho, de unir lo que no necesariamente estaba unido.

II. Individualismo ibérico (fenómeno sociológico): el individualismo ibérico como fenómeno sociológico es una manifestación de intereses particulares de las distintas células o grupos sociales de la comunidad ibérica. Como manifestación de intereses particulares pueden hacerse comunes para toda la nación como, por el contrario, pueden ir en contra de la nación. En el primer caso podemos ilustrar con el ejemplo del descubrimiento y conquista de América, los conquistadores son abanderados del rey y reciben privilegios reales por sus servicios. Como dice la máxima, «armas y letras dan nobleza». En el segundo caso, las indiferentes repúblicas de indios que decían dar lealtad al monarca pero que hacían difíciles el trabajo de las misiones o los funcionarios de la Corona o también las redes clientelares de caciquismo del siglo XIX en las que los caciques influían en el tejido social para garantizar sus propios intereses. Puede haber un momento de colaboración, de acuerdo al primer momento, o uno de disgregación parcial, pero no total como en el caso político.

El individualismo ibérico y el espíritu anarquizante

Viriato es el arquetipo de caudillo, de jefe. Es el origen del carácter guerrero español, la razón por la que Antonio Pirala dice que España es «la patria de los Viriatos, que empiezan por cuidar rebaños, y terminan por mandar ejércitos, transformándose de pastores en guerreros»

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. El jefe lusitano se opone al ocupante romano comenzando, por lo menos, una gran tradición guerrera y de resistencia. España (por referirnos a la península, fuera del concepto estrictamente político) por su geografía estuvo determinada a sufrir invasiones o a recibir tanto pueblos bárbaros como foráneos. En palabras de Lafuente, «los españoles, en vez de en derredor de la bandera de tan intrépido jefe [Viriato], permanecieron divididos, y Viriato pelea aislado con sus bandas»
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. Describía a los españoles como «incorregiblemente sordos a la voz de la unidad, fáciles en apasionarse de los grandes genios, y fieles siempre a los que una vez juraban devoción o alianza»
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La España precristiana, pagana, la íbera o la de los vascones montañeses estaba dividida a pesar de tener la misma integridad territorial geográfica. La primera vez que se hace referencia a una Hispania, en sentido político y jurídico, es una vez la conquista romana de la península se perfecciona y se establece la autoridad administrativa romana en aquel lugar. Como provincia, estaría dividida en dos pero, esencialmente, a esa unidad aspirarían los invasores bárbaros. Los visigodos tomaron esta distribución política y geográfica para crear su propio reino, en el tiempo cruzándose con la élite hispano-romana (el precedente más inmediato a nosotros, los españoles). El Reino de Toledo será la meta de todos los reyes cristianos después de lo acontecido en Covadonga, destinándose todos los recursos a la unidad de la península que, como es sabido, comenzó espiritualmente con el abandono de la herejía arriana y la conversión al catolicismo. España, si de una manera podemos calificarla, es una constante lucha entre lo anárquico (o más bien, lo particular y lo individual) contra el orden (la unidad, lo común, lo de todos).

En el Idearium español, Ganivet dice que las naciones tienen un espíritu permanente e invariable relacionado con el territorio en el que hace vida ese pueblo. Es decir, que hay espíritus continentales, peninsulares e insulares. Por ejemplo, «los peninsulares, que viven más aislados, aunque no libres de ataques e invasiones, no necesitados de una organización defensiva, permanente, sino de unión en caso de peligro, la confían al espíritu de independencia que se exacerba con las agresiones»

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. La desunión de la península fue una constante por siglos, en el sentido que sólo cuando sufría las agresiones de pueblos foráneos surgía un sentimiento de unidad. Esta unidad la apreciaremos en el ideario de la Reconquista, por el cual los cristianos tenían que recuperar una unidad perdida o en el sólo, digamos, sentimiento de resistencia al invasor. Encontramos en la península una dualidad: la anarquizante, por la cual los pueblos se resisten a perder su autonomía y, por otro lado, la unificadora o centralizadora producto de la unión. Por un lado, los Reinos cristianos y por otro, el Reino de Castilla y Aragón, la Monarquía católica.

«España es una península, o con más rigor, “la península” porque no hay península que se acerque más a ser isla que la nuestra. Los Pirineos son un istmo y una muralla; no impiden las invasiones, pero nos aislan y nos permiten conservar nuestro carácter independiente. En realidad, nosotros hemos creído que somos insulares, y quizás este error explique muchas anomalías de nuestra historia. Somos una isla colocada en la conjución de dos continentes, y si para la vida ideal no existen istmos, para la vida histórica existen dos: los Pirineos y el Estrecho; somos una “casa con dos puertas” y, por lo tanto, “mala de guardar” y como nuestro partido constante fue dejarlas abiertas, por temor de que las fuerzas dedicadas a vigilarlas se volviesen contra nosotros mismos, nuestro país se convirtió en una especie de parque internacional, donde todos los pueblos y razas han venido a distraerse cuando les ha parecido oportuno; nuestra historia es una serie inacabable de invasiones y expulsiones, una guerra permanente de independencia»

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La interpretación histórica de Ganivet, aún con las carencias descubiertas con el paso del tiempo

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, sigue siendo certera porque no solo da, en la vía de Hipólito Taine, una primacía a la influencia del medio territorial sobre los pueblos sino que no deja de entender los tipos psicológicos de los pueblos. Basta con echar una mirada al desarrollo histórico de las Españas, al conjunto de Reinos peninsulares que hicieron vida común después de alcanzar la tan ansiada unidad política y espiritual contra el invasor musulmán. Ganivet sugiere que estamos ante un pueblo que lucha sin organización porque, como vemos también en Lafuente, «Numancia prefirió perecer antes que someterse; pero no sabemos quién hizo allí de cabeza, y casi estamos seguros de que allí no hubo cabeza». Había guerrillas, más no ejercitos. Había caudillos, más no reyes; «la figura que más se destaca no es la de un jefe regular, sino la de Viriato, un guerrillero»
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El espíritu español, la psicología común de los españoles, está en el caudillo

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. En el hombre carismático, fuerte, ambulante, aventurero, que inspira y tiene final trágico. Allí en el individualismo ibérico hay, sin saberlo, un culto al héroe. Así, nos ceñimos a las palabras de Ganivet una vez más: «en la Reconquista, habiendo tantos reyes, algunos sabios y hasta santos, la figura nacional es el Cid, un rey ambulante, un guerrillero que trabaja por cuenta propia; y el primer acto que anuncia el predominio de Castilla no parte de un rey, sino del Cid, cuando emprende la conquista de Valencia e intercepta el paso a Cataluña y Aragón»
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. El Cid, un caudillo, es la representación del modelo castellano. Es la planicie, el castillo, la espada, el desafío, la intransigencia y el heroísmo. Como dice Álvarez, en artículo sobre la obra de Larraz, «el Cid, hijo del llano, alma de la planicie, es la esencia de lo castellano. La historia entera de Castilla, expansión conquistadora por los cuatro puntos cardinales, es la leyenda heroica del Cid»
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En su sentido jurídico, España tiene una tradición foralista que, digámoslo así, es la consecuencia más sana de un sentimiento regionalista y de lo que podríamos denominar individualismo ibérico. El fuero es una concesión real, un privilegio para determinadas regiones, ciudades o villas. Todos los pueblos españoles han anhelado el fuero y el fuero, en ocasiones, ha sido motivo de lealtad o de unión real. También el fuero ha sido la manzana de la discordia; los aragoneses fueron, históricamente, celosos de sus fueros a un punto de que el fuero, a pesar de ser concesión real, estaba por encima del rey mismo en contra de toda jerarquía.

En ojos de Ganivet, «el fuero se funda en el deseo de diversificar la ley para adaptarla a pequeños núcleos sociales; pero si esta diversidad es excesiva, como lo fue en muchos casos, se puede llegar a tan exagerado atomismo legislativo, que cada familia quiera tener una ley para uso particular. En la Edad Media nuestras regiones regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de esos reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a montones»

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. Nuestro autor patrio, Blanco Fombona, interpreta esta tradición jurídica desde el punto de vista de las Indias, de las naciones hispanoamericanas y pone en el centro, como origen del regionalismo criollo, al cabildo. En su opinión, «en España fueron los municipios hogar de libertad, hasta defenderse con las armas en la mano contra el poder central y caer vencidos por el despotismo de los Reyes austríacos. En América representaron, en cierto modo, la autonomía regional durante la colonia»
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Otro de los pioneros de la psicología social que se toma la tarea de estudiar el psique español es Carlos Octavio Bunge. Conocido por su obra Nuestra América, donde interpreta el pensar y el actuar de las razas americanas, se dedica ampliamente a ahondar en la mentalidad del criollo, que no es más que aquel hombre ibérico peninsular tanto migrado como nacido en América. Dice exactamente, en los siguientes términos: «pues aún lleva la raza dentro de sus venas, en Europa como en América, ese espíritu regionalista y localista que se diría su genio maléfico. Y es de notar que, tanto como en la combatividad conquistadora española, hay arrogancia en su localismo»

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. De esta dualidad hablábamos, de las virtudes y los defectos del individualismo ibérico. Mientras que el fuero puede proteger las libertades y los privilegios históricos, su exaltación puede romper la unidad política. Esto último es el genio maléfico de los españoles, el deseo desenfrenado de igualarse en la jerarquía y el anhelo por la libertad a un punto que parece ser, en contra del resto, un libertinaje.

El hecho de que peninsulares y americanos compartamos sangre, fe, lengua y costumbres no es lejano a que haya paralelismos tan significativos en relación a la conquista de Cortés, Almagro, Pizarro y cía, y la separación de los Reinos indianos que, sin lugar a dudas, fue promovida por los criollos que descendían de los primeros conquistadores. Al final, la América que sucedió a las independencias no era tan distinta a la anárquica América prehispánica o, por lo menos, a la recién descubierta América donde los conquistadores luchaban incluso entre sí. Este caudillismo del que tanto hablamos es otra de las muestras del genio maléfico de nosotros los españoles; esa tendencia a agruparnos en pequeñas unidades, en minúsculas células guerrilleras pero siempre en torno al más fuerte y vigoroso.

Los orígenes internos de la secesión no solo son políticos, sino sociológicos. Salvador de Madariaga reconstruye la relación entre el moderno caudillo americano de las independencias —como dice la máxima: Boves sólo sigue a Boves— y los primeros conquistadores que tomaron la vía sediciosa. En palabras de Madariaga, «[…] Aguirre comprometió a toda la gente haciéndoles firmar un documento en que reconocían a Don Fernando de Guzmán como Rey del Perú; y el propio Aguirre anunció que se “desnaturalizaba de los Reinos de España”»

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. Los marañones, aunque carentes de una tradición civilista como la que luego desarrollarían los criollos con el paso de los siglos
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, pueden considerarse uno de los gérmenes de la secesión americana. Estemos de acuerdo en que la empresa de la conquista fue católica, medieval y única en su especie pero esto no habría sido posible sin la intermediación de la Iglesia católica, sin las misiones jesuíticas ni el celo religioso, como el control a la feudalización —la inteligente decisión de Fernando el Católico de unir todas las posesiones a Castilla—, de los Reyes católicos.

«Surge así sobre las aguas sangrientas del Marañón este nombre: Caudillo, que iba a decorar la tiranía de tanto dictador irresponsable en la historia del Nuevo Mundo hispánico y dar de sí la palabra caudillismo; hasta el día en que la misma España se hallara tan indigente de capital político que tuviera que recibir humildemente en la mano descarnada esta limosna que le hacían sus hijas americanas. El caudillismo se expresa por primera vez en toda su desnudez en el puro vasco Aguirre, porque brota de dos raíces del carácter español de cuyo carácter es el vasco el mismo cogollo. Estas raíces son el separatismo y la dictadura. De aquí: el caudillo y la nación marañona; es decir, el puro dictador, sin la menor ganga de teoría política o de estadista; y el puro separatismo, la nación inventada sin la menor sombra de existencia en la historia o en la geografía. Es, pues, Aguirre la encarnación del espíritu puramente subjetivo de dictadura tiranizando en anarquía total a una nación separada y puramente imaginaria de españoles sin ley. El espíritu de Aguirre fue el impulso oculto tras de todas y cada una de las empresas del Nuevo Mundo, ya creadoras y magnánimas, como la de Hernan Cortés, ya mezquinas y estériles como la de tantos aventureros; y hemos de verlo latir también en el trasfondo de las grandes figuras de las guerras de emancipación»

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Blanco Fombona dice que el fundamento del individualismo español es su manera de guerrear, «desde los tiempos de Viriato y Sertorio hasta Espoz y Mina, el Empecinado y demás guerrilleros de la lucha contra Napoleón» y que «este sentimiento de exagerado individualismo se extiende a la región, puede llamarse regionalismo». Dirá sobre el regionalismo que fue «heredado a América» y que ha sido «perjudicial en América y en España».

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El autor insistirá en este regionalismo como un defecto congénito de las Españas, rasgo que también explicaría la tendencia en reunirse en minúsculas repúblicas incapaces de defenderse de los modernos imperialismos. Este consecuencia también la han señalado Ramiro de Maeztu, Leonardo Castellani y Julio Ycaza Tigerino.

Sus palabras, en cuanto a la experiencia localista americana, son demoledoras: «América, junto con el exagerado individualismo, heredó la tendencia localista, el amor desenfrenado de la independencia y la ineptitud para constituir grandes unidades políticas. A ello se debe hoy que no forme uno, dos o tres Estados fuertes, sino caterva de microscópicas republiquitas»

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. Fraga Iribarne describe la realidad hispanoamericana en un breve párrafo:

«Desde la Independencia ha habido en Iberoamérica “caudillos” y dictadores. No se entiende la Historia de Venezuela sin Páez, Castro y Gómez; ni la de Méjico sin Santana y Porfirio Díaz; ni la de Argentina sin Rosas y Perón; ni la del Brasil sin Getulio Vargas. En los comienzos, “la dictadura era inevitable, incluso necesaria”, como ya señaló Bolívar, por razones militares y de reconstrucción. Lo fue después por la complejidad racial de las nuevas sociedades y la ruptura del viejo equilibrio. La revolución económico-social de hoy hace reaparecer de nuevo al dictador en su función típica, desde la Antigüedad, de tender el puente entre el orden viejo y el orden nuevo»

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Dentro de los distintos marcos de pensamiento políticos, ideológicos y filosóficos hay un consenso sobre el espíritu anarquizante e individualista del español. La tendencia a disgregarse en pequeñas regiones, grupos o comunidades y de agruparse, por otro, bajo jefes y caciques. Dentro de lo que cabe, América se hizo bajo el conquistador y terminó bajo la espada de su hijo, el caudillo. Toda la historia iberoamericana es de disgregación y caudillaje, al menos hasta el advenimiento de los estadistas unificadores que dieron a las repúblicas hispanoamericanas los modernos Estados.

Miguel de Unamuno, en su comentario a la obra de Hume, sigue la tesis del individualismo español o ibérico. Dice al respecto: «mi idea es que el español tiene, por regla general, más individualidad que personalidad; que la fuerza con que se afirma frente a los demás, y la energía con que se crea dogmas y se encierra en ellos, no corresponde a la riqueza de su contenido espiritual íntimo, que rara vez peca de complejo»

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. Quienes estén acostumbrados al estilo de Unamuno, no ha de sorprenderles el estilo literario del mismo y la dureza de sus calificativos. Siguiendo el retrato de Felipe II que hace Hume, afirma que los españoles creen estar predestinados por Dios; que se creen héroes escogidos, que tienen una misión providencial. Para alguien que abrazó el escepticismo como Unamuno puede ser ridículo pero creemos que no hay motivos para dudar de que el español, en efecto, haya sido destinado a una misión divina como se pudo apreciar con el descubrimiento y la conquista de América. A esta idea de una carencia de personalidad, o al menos una personalidad mínima, dirá Blanco Fombona que el español es individualista porque posee abundancia de personalidad.

Así lo ha dicho el escritor vasco: «en este respecto propendemos los españoles a creernos genios, o tenemos más bien un concepto robustísimo de la Divinidad, no creyéndole a Dios como el Dios frío y encumbrado del deísmo francés del siglo XVIII, el Dios bonachón y haragán de las buenas gentes que nos pinta Beránger, sino más bien como un Dios cuya atención y cuidado se extiende de la última hormiga, tomada individualmente, al más grande y espléndido de los soles»

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. La dimensión de análisis de Unamuno es más filosófico que sociológico en este punto. No es que el español tenga una idea de Dios, puesto que Dios no es una idea ni un conjunto de ideas; Dios es Dios, el principio y el final. El omnipotente, el Todopoderoso. Los españoles ambicionan servir a Dios, de aquí su fanatismo e intransigencia. Entienden que existe el libre albedrío pero que Dios tiene mandatos y que los hombres son instrumentos de éste, en una manera u otra. Todos los caminos, si así podemos resumirlo, tienen que llevar a Dios. Lo otro es la condenación.

«Ese mismo individualismo, que se hace impositivo, nos llevó al dogmatismo que nos corroe. España es el país de los más papistas que el Papa, como suele decirse, debiendo leerse a este respecto lo que Hume dice de las relaciones de Felipe II con la Santa Sede. España es el suelo escogido y abonado de eso que se llama integrismo y que es el triunfo del máximo de individualidad compatible con el mínimo de personalidad. España fue, en fin, y en más de un respecto sigue siendo, la tierra de la Inquisición»

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Unamuno, como aquí hemos hecho en nuestra clasificación de individualismo, expondrá unos determinados rasgos del individualismo ibérico. Lo describe así: «el individualismo español que vamos comentando es, sin duda, el que ha producido otro de los rasgos de nuestra historia, rasgo en que muy en especial se fija Hume, y al que llamaremos cantonalismo o kabilismo. Compréndese que me refiero a la tendencia a la disgregación, a separarnos en tribus»

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. Kabilismo es lo que, conceptualmente, sirve para describir el conjunto de actitudes tanto políticas como sociológicas de los pueblos españoles a lo largo de su historia. A diferencia del separatismo, podríamos darle una connotación premoderna y preliberal al kabilismo. En este sentido, vemos kabilismo en el Reino de Portugal o en el Reino de Aragón frente al Reino de Castilla.

Rafael Altamira ha resaltado como defectos del genio español, negando además estereotipos extranjeros sobre los españoles, los siguientes: «sobra de individualismo, de envidia, de cantonalismo estrecho y de otras pequeñeces que aislan a nuestros hombres o, a lo sumo, los agrupan en pequeñas comunidades celosas unas de otras»

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. Altamira ataca la tesis de que el español sea perezoso, inferior o menos laborioso en comparación a otras razas. Cree, por el contrario, que el español es absolutamente capaz de cualquier meta que se proponga. Es un pueblo que ha demostrado ser elevado. El mal que le aqueja es la falta de cooperación, el exceso de individualismo y los recelos. En síntesis, estos recelos son lo que Unamuno ha considerado el origen del individualismo español: la envidia.

Julio Ycaza entendió que las democracias como formas y fundamentos de gobierno, dentro de las repúblicas hispanoamericanas, despertaban los vicios dormidos de las razas hispanoamericanas. Aquí vamos mucho más adelante, en el momento en que el mundo iberoamericano se ha roto y ha aprendido su propia empresa nacional.

Dicho en sus palabras: «la democracia constituyó, pues, el caldo político propicio para el desarrollo de los gérmenes de anarquía que existían en nuestros pueblos, elementos históricos y raciales de rebelión y de desorden que permanecían dormidos o sometidos bajo el sistema de gobierno español, paternal y autoritario, y que, con la guerra de la Independencia, despertaron violentos, siendo encauzados en ella por la férrea disciplina militar y por el genio de los grandes caudillos como Bolívar; pero que, una vez desaparecidos éstos e implantada la república democrática, no encontraron un dique a su impulso disociador, sino, por el contrario, los principios del individualismo liberal fueron la puerta abierta a todas las tropelías y abusos de su indómita y destructora potencialidad»

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Algunos caudillos de la independencia comprendieron el fracaso del modelo republicano. San Martín vio la necesidad de una monarquía, aunque en su falsa variante constitucional, y Bolívar, que no monárquico, vio en el presidencialismo la necesidad de principios aristocráticos y monárquicos. La constitución vitalicia, como bien ya nos deja ver su pensamiento político. En los últimos días de su vida, el otrora jacobino Bolívar comprendió la anarquía que había desatada en Hispanoamérica y vivía, digámoslo en palabras suyas, en el «silencio de la ansiedad». La estabilidad monárquica era considerada por los caudillos, a pesar de la ilusión democrática.

Todas las tropelías de las que habla Ycaza Tigerino fueron presenciadas en todo el largo y sangriento siglo XIX. Desde las naciones centroamericanas hasta Colombia fueron consumidas por el regionalismo y la disgregación. Importar el proyecto revolucionario, difundido entre las élites criollas, llevó a un despertar de los problemas más fatales que sufría el Imperio pero que, de alguna manera, amortiguaba. En resumen, la igualación de todos a ciudadanos libres no es mayor elemento de cohesión social que el rey o la religión. Se desataron conflictos raciales entre castas, problemas regionales, un odio a la élite criolla derivado de los antiguos embrollos sociales, una incapacidad administrativa del Estado y un fracaso en su imposición, caciquismo, caudillismo y como ya hemos dicho, kabilismo.

La historia iberoamericana es mucho más trágica que la peninsular por cuanto la península no tuvo que afrontar los problemas étnicos o sociales de las Indias pero no por ello la península tuvo, necesariamente, un destino más pacífico. Pero volviendo al origen, dice Julio Ycaza Tigerino que «el conquistador trajo, pues, de España su poderoso individualismo hispánico, que al ser trasplantado a tierras de aventura se desarrolló formidablemente, adquiriendo proporciones colosales de inconcebible heroísmo y haciendo posible la maravillosa gesta de la Conquista»

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. Con la conquista, y el establecimiento de la sociedad indiana, habrá una suma de virtudes y vicios; el espíritu arrogante e individualista del criollo, el servilismo y la visión anarquizante del negro como el fatalismo y la melancolía indígena, el vencido por excelencia.

«Sólo las geniales individualidades de Cortés, de Pizarro, de Balboa y cada uno de los heroicos capitanes y soldados que formaron el reducido grupo de conquistadores, eran capaces de llevar a cabo la tremenda hazaña de explorar y someter los inmensos territorios del continente americano. Sólo ese vigoroso individualismo hispánico puede explicar que unos cuantos miles de españoles hayan forjado y mantenido aquel inmenso Imperio que abarcaba los más distantes confines de la tierra. Pero ese mismo individualismo, cuando dejó de actuar en función del ideal hispánico, subordinado a las fuerzas históricas nacionales dentro del Orden Católico y monárquico tradicional, se convirtió en factor de disolución y de discordia»

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El individualismo ibérico fue un acto creador cuando los conquistadores lograron su proeza siendo una minoría. A la vez, un acto destructivo cuando esta suma de particularidades se alejó de los ideales de la empresa conquistadora declarándose en rebelión. Posteriormente, este fenómeno alcanzaría un grado mucho más virulento con las exacerbadas muestras de independencia que llevaron, sin lugar a dudas, a una cruenta guerra entre hermanos. Por eso, «la independencia no fue otra cosa que el estallar del individualismo español, perdida la fuerza centrípeta del ideal hispánico que unificaba aquel inmenso Imperio»

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. Es acertado decir que la independencia, como muestra de anarquía y de individualismo, continuó aún cuando las independencias se habían configurado y no había vuelta atrás. Separados los Reinos de España, ahora les tocaba sufrir su propio proceso de disgregación.

En conclusión, «el individualismo español vino a ser así para los pueblos hispanoamericanos un fermento de anarquía, porque, en el momento en que se separaron de España, ese individualismo se encontraba descontrolado, fuera de los moldes políticos tradicionales que lo habían encauzado y que fueron destruidos al romperse la continuidad histórica del ideal hispánico»

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No queremos, sin embargo, caer en psicologismos. Debe tenerse en cuenta que muchas de las fuentes utilizadas parten de tipos históricos ideales, por lo que no tiene que hacerse generalizaciones. La pretensión de este ensayo es reconstruir la idea y tratar, en la medida posible, de buscar su contexto y su aplicación en la historia ibérica. Creemos que hay huellas para trazar este fenómeno político y psicológico/sociológico. Pero he aquí la razón por la que se desarrollan las ideas, en vez de tomar directamente lo escrito por otros autores. Es decir, la reconstrucción de la idea sobre la que hemos trabajado exige acudir a las principales teorías donde se ha esbozado esta tesis del individualismo ibérico. De los autores ha de extraerse lo que sea útil y tenga fulcros de verdad pero, insistimos, no toda la obra en sí porque siempre hay siglos y desarrollos posteriores de diferencia. Ganivet, como demostró Altamira, se quedó corto en su inmersión en la psicología nacional. Tampoco fue su iniciador, pues él dice que Feijóo es uno de ellos.

Hume dice: «the main characteristic of the Spanish nation, like that of the Kabyl tribes, is lack of solidarity»

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. La individualidad no es opuesta a la solidaridad, lo particular no es opuesto a lo común; pueden coexistir pero, en ocasiones, chocar. Lo ideal es que sean armónicos. Podríamos aseverar que la falta de solidaridad surge, por lo menos en el caso de la nación española, cuando no hay nada que eleve a sus miembros. La ausencia de ideales, de un deseo de trascendencia, no solo lleva a una crisis moral sino a la desaparición de una nación o civilización. Con este fragmento lo que pretendemos es ilustrar, precisamente, el tipo de afirmaciones que de no desarrollarse, ni ser utilizadas bajo unas coordenadas coherentes, caen en generalizaciones.

Pero hemos de insistir en que toda obra, de alguna manera, es rescatable siempre que la intención detrás de la misma sea aportar a un área determinada, fuera de la difusión de mitos y tópicos falsos con intenciones propagandísticas. Sin Hume creemos que no se habría sentado una escuela de autores extranjeros dedicados a indagar sobre España con el propósito de entenderla y amarla. Hume sabía mucho sobre España como reconocía Miguel de Unamuno.

Hume, no obstante, acierta al describir la tradición política española desde sus principios. Esto es el pueblo, la villa, el cabildo. Para el español, dice el historiador, es más importante el pueblo que para el francés o el inglés.

«from the earliest dawn of history the centre of Spanish life, the unit of government, the birthplace of tradition, and the focus of patriotism have been the town. A Spaniard's puchlo means infinitely more to him than his town means to an Englishman or a Frenchman. With the Spaniard the idea of the state—of the nation—is superposed upon his more ancient traditions ; in the Iberian heart of him his pueblo comes first, and then, far after, his province, and, last of all, Spain. It may be argued that much of this dominant regional feeling, which lies at the root of all Spanish political problems, has been caused by the physical conformation of the country; split up by numerous mountain ranges into small divisions, by which intercommunication has been rendered difficult, local jealousies perpetuated, and the fusion of races retarded; and this, it may be admitted, has produced
its effect»

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Es verdad que existe un fuerte sentimiento regionalista, como lo hemos demostrado en las reflexiones anteriores pero establecer antes la villa donde se nace, frente al Reino y finalmente la nación, es discutible. Es más que sabido que fuertes españolistas, por no decir castellanos, fueron los vascogandos a pesar de estar enfrascados históricamente en la defensa de su pacto foral. Esta tesis se cae, en gran medida, cuando hablamos de la invasión napoleónica pero cobra algo de sentido cuando volvemos al conflicto de los Segadores. La nobleza aragonesa, con tal de garantizar su cuerpo jurídico y libertades forales, estaba dispuesta a fragmentar el sueño de unidad española lograda por Castilla, el mayor instrumento de los Reyes católicos. La península unida estuvo siempre en mente de Fernando de Aragón que, a pesar de ser Rey de Aragón, luchaba contra su propia nobleza porque conspiraba y se oponía a todo proyecto unitario del monarca. En cambio, en Castilla las Cortes eran complacientes y la nobleza estaba supeditada a los intereses regios.

No podemos negar que el separatismo, el autonomismo, etcétera, es un fenómeno que existe en múltiples naciones que antes de adquirir la condición de Estado-nación eran, digamos, sociedades políticas complejas basadas en uniones dinásticas y patrimonio real. Es decir, uniones de Reinos. De esto sufre el Reino Unido quizás con más justificación porque sí existía un Reino de Irlanda o un Reino de Escocia pero España, por el contrario, está siendo poco a poco fragmentada por una ficticia nación catalana, una gallega y un tal País Vasco que nada tiene que ver con la verdadera identidad vascoganda, española a morir pero que España, por todos los frentes, se vea asediada por falsos nacionalismos liberales tiene que tener una explicación más fuera del liberalismo.

Hay un regionalismo histórico que no solo se aplica a los grandes Reinos como Aragón, Castilla, León, Navarra, Portugal, etcétera, sino a las villas y a las ciudades; de ahí a que los reyes concedieran escudos y privilegios reales. Incluso en las Indias, donde los reyes daban escudos y reducciones tributarias a las repúblicas de indios. Ni siquiera el mundo asiático, o el africano, se escapa de este fenómeno: allá se exportó el Estado-nación como una tecnología occidental y sociedades multiétnicas como la china, india o rusa sufren grandes escaladas separatistas. Quizás no sea del todo excepcional el caso español, y pueda haber similitudes entre las Rusias y las Españas, pero hay que señalar que la península sí tiene un riesgo más real de fragmentación que la despótica Rusia o la China confuciana. En 1901, Hume advertía: «the danger
which still threatens Spain is the ineradicable tendency of certain regions to assert autonomy»

33
.

Abelardo Bonilla, basándose en algunos ejemplos de la literarura hispánica, acierta en señalar un espíritu individualista y, a la vez, «democrático» en los españoles:

«El sentido individualista de la democracia guerrera de Castilla se revela en este verso del juglar del Cid: “Dios, qué buen vasallo si ovviese buen señore”; realismo e individualismo están patentes en el Libro del Buen Amor, en el que Juan Ruiz se puso todo entero y llegó a transformar en seres vivos a mitos paganos como Doña, Venus y Don Amor, y aun abstracciones cristianas como Don Carnal y Doña Cuaresma.

La historia, la leyenda y la literatura están llenas de datos elocuentísimos que revelan el orgullo individualista y democrático y, sobre todo, la afirmación de la igualdad esencial de todos los hombres, otra de las bases tradicionales de la hispanidad. Cierta o no, es profundamente hispánica la frase de los Fueros de Sobrarbe: “Nos, que valemos tanto como vos y que todos juntos valemos más que vos, os hacemos Rey…” Cuando Texufin, hijo del sultán andaluz, preguntó a los milicianos samalantinos quién los comandaba, escuchó esta respuesta: “todos somos príncipes y caudillos de nuestras cabezas”. En La Celestina, Calixto le oye decir a su criado Sempropio estas palabras: “Y dicen algunos que la nobleza es una alabanza, que proviene de los merecimientos y antigüedad de los padres; yo digo que la ajena luz nunca te hará claro, si la propia no tienes”, palabras qe en distinta forma pero con igual sentido repetirá luego Cervantes por boca de Don Quijote: “Repara, Sancho hermano, que nadie es más que otro si no hace más que otro”. Cuando Alonso de Ojeda habló a los indios de las Antillas en 1509, les dijo: “Dios, nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo, y todos los hombres que han sido y serán en el mundo descendemos”. Sólo en España pudo darse el caso de aquel mendigo que se negó a aceptar una condición de su protector, arguyéndole: “En mi hambre mando yo”, y únicamente en España pudo surgir la imponente personalidad de un Velázquez que, en Las Meninas, puso su autorretrato en el sitio preeminente del cuadro, en que los reyes se ven débil y lejanamente, reflejados en un espejo del fondo»

34
.

La dualidad de la que hemos venido hablando está también implícita en la tesis del autor: la tensión entre lo real y lo ideal, entre tierra y cielo, entre espíritu y materia. De acuerdo a Bonilla, este enfrentamiento es característico de la Hispanidad. Se trata de un «conflicto o contradicción entre el individualismo recio y tenaz del español y la concepción universalista, o católica de los grandes teólogos del siglo XVI y de los grandes pensadores del XVII»

35
. Los españoles afrontaron la realidad imperial como una responsabilidad divina, una misión puesta por Dios pero una vez comenzó a agotarse la reserva providencialista, otros dentro de Castilla y Aragón se preguntaron si valía la pena la misión, si realmente valía la pena ser madre de naciones y si las campañas imperiales, primordialmente las de Carlos V y su patrimonio como emperador, eran cosa del interés de Castilla.

Para Giménez Caballero, «el español del XVII se ha hecho soberbio. Ocioso. Luxuario. Inhábil para el trabajo mecánico. Se ha hecho señorito, con horror a lo trabajador» y «este español “nacido para mandar”, que expulsa a las razas serviles del país (judíos y moriscos), se encuentra sin saber a quién mandar, como sea a los esclavos que se traiga de América». Es aquí, carente de reservas morales, que «el español del XVII, apretado por la naciente miseria material y espiritual, comienza a acentuar su xenofobia. España, “madre común de las naciones”, comienza a no poder ya serlo. Ni Madrid, que, al decir de Lope, fuera “madre de gente extraña”, “madre, punto y excelencia de la real circunferencia que es la corona de España”». El español que describe Giménez Caballero se ha encerrado en sus fronteras, éste «mira ya con celo el que Génova se coma nuestra azúcar y Holanda se lleve nuestro oro y nuestras lanas, y Nápoles nuestra seda e Inglaterra nuestros vinos, y Venecia nuestro vidrio, y Alemania nuestro azafrán…»

36
.

La resistencia a la idea de Imperio, después del descubrimiento y la conquista de América, se acrecentó con la Casa de Austria en la silla real. No porque fueran extranjeros (como se ha dicho, Carlos V y Felipe II fueron los reyes más españoles) sino porque su idea providencialista de la política suponía imponer sobre lo temporal la justicia divina y la mejor forma de lograr este fin era el imperio

37
. Aquí se oponían el universalismo y el localismo, opisición dialéctica que también se repetiría en los territorios alemanes del Emperador. España, por su lado, no estaba dispuesta a aceptar un Derecho común, ni un gobierno común con el de los territorios imperiales. España no deseaba compartir su grandeza, ni ser gobernada en conjunto.

Una manifestación de este problema entre lo local y lo universal sería la intercesión misma del teólogo Francisco de Vitoria, al que se le ha considerado un exponente de la tradición española. En su conferencia «Francisco de Vitoria, intelectual», el profesor Álvaro d’Ors pudo diagnosticar este problema: «la potestad del Emperador sobre los indios es negada sin vacilaciones. Tajantemente lo dice Vitoria: imperator non est dominus totius orbis, “el Emperador no es dueño de todo el universo”. He aquí una afirmación rotunda. Esto quería decir que Carlos V, como tal Emperador que era, no tenía ningún derecho sobre el Nuevo Mundo», a lo que también agrega: «porque el Emperador o es un dominus orbis, o no es nada; negar su soberanía universal es negar su esencia y su razón de existencia. Al afirmar el principio de la soberanía independiente del regnum, la idea de imperio es automáticamente aniquilada»

38
.

Continúa la idea refiriéndose al fenómeno antiimperial en los siguientes términos: «no es extraño que un español hablase así, pues, la verdad sea dicha, los españoles jamás sintieron el mito del Imperio universal. España, que dio los mejores emperadores al mundo romano, no concibió jamás la supervivencia ni la necesidad de conservar al fórmula del Imperio». Este rechazo local a lo universal puede apreciarse en el Derecho (ya comentamos algo del Derecho común, imperial), es manifiesta en la «resistencia ante el Derecho común. Pues el Derecho común es precisamente la forma de unidad jurídica en que se apoyaba la unidad política del Imperio; el Derecho común era el Derecho romano del Nuevo Imperio, del Sacro Romano Imperio», por lo que «[…] España, en realidad, no ha tenido Derecho común; por eso los legistas que venían de Bolonia […] se vieron en España rodeados siempre de una fama impopular. Con la misma repugnancia veía el español la idea de Imperio universal». En conclusión, apoyándonos en el coloquio del profesor: «esa actitud antiimperial del más genuino español ha pervivido después en la forma de su proverbial antieuropeísmo, pues, al final de cuentas, Europa no es más que la fórmula moderna, impuesta por la Reforma y la destrucción de la unidad religiosa, que ha suplantado a la vieja fórmula del Imperio»

39
.

El español es celoso de su independencia, de lo suyo, de lo patrio; más católico y papista que el papa, está dispuesto a defender la religión católica sin que Roma esté dictándole instrucciones y es capaz de formar un imperio, aún oponiéndose a la idea imperial. Desarrolla un Derecho nacional, vernáculo, local, a partir del cogollo romano mientras se opone al Derecho común imperial. España es una gran contradicción; es el hidalgo que se cree igual al rey y que, en minoría, se lanza a la conquista de las Indias y termina siendo americano.

El papel unificador de la monarquía y el espíritu castellano

El rey es el símbolo, como lo es la fe católica desde el III Concilio de Toledo, de la unidad de los españoles; es el rey, digámoslo en términos tradicionales, el alférez de Cristo y por tanto, es un pilar de representación para los españoles. Fuera de la figura del rey (cuando existían los reyezuelos y los príncipes por toda la península), la península estaba en la más grande anarquía; la España de los nobles, de los taifas, de aquella carrera por lograr la unidad antes que el otro.

El monarca, según la tradición castellana, es laborioso y ejemplar. Decide, tiene a los nobles cerca pero los controla. Combate la anarquía, es intransigente. España, producto acabado de la unidad espiritual, es la única meta posible. Se vale de todas las herramientas para mantener esta unidad. Usa la inteligencia, el carisma, la espada o el engaño. El monarca castellano es uno de los arquetipos de Maquiavelo pero, a la vez, es benigno, misericordioso, verdadero y liberal según el escolástico Diego de Valera. Sin el rey, se desarma todo el andamiaje político castellano; demostrado en la Guerra de sucesión, ante la impotencia de Carlos II y con la invasión napoleónica, donde no hay rey y España implosiona. Si bien Cristo no ha revelado ninguna forma política en concreto, la monarquía es natural porque significa la continuidad histórica de una familia sobre otras familias. Recordará Quevedo a su rey, en relación a la cuestión de erigir a Santiago como patrón de España, que el Reino ha sido ganado por Dios, mediante Santiago, para que se lo entregara a los reyes.

Giménez Caballero, uno de los últimos hombres de espíritu castellano, acierta al describir el genio de Castilla. Afirma que existió una Castilla geológica, una Castilla prehistórica, una Castilla celtibérica, una Castilla romana y una Castilla visigoda que logra la unidad española. Cuando, según Giménez Caballero, se pierde el Estado que él denomina unitario, se plasma la reconquista. A eso le sucede la Castilla roquera de Pelayo, la Castilla vieja del Duero, la Castilla nueva del Tajo y Guadalviquir, y la Castilla novísima e imperial por tierras africanas y de América.

«El culto de Santiago fue el más característico de esa etapa medieval. Santiago, de ser un apóstol oriental, un pobrecito pescador de origen semita, pasó poco a poco a constituir el efluvio creador del genio castellano, un Santo caudillal: ario y matamoros. Símbolos de la nueva unificación, no sólo de España, sino del Continente;; pues a través de su Vía láctea, de su “caminito”, logró recuperar la conciencia “continental”, perdida desde la liquidación del Imperio romano. Respecto a nuestro país, Santiago, con su grito famoso de “¡Cierra España!”, como un San Jorge castellano, enarbolando la Cruz romana, y con sus galaicas tubias barbas de Patrón solar y celeste, representó por siglos el clamor de “unidad” contra la disgregación: representó la conquista de “cerrar” la brecha abierta en el Guadalete»

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Giménez Caballero entiende perfectamente el ideal castellano: unitario y continental. Es como la España de Larraz, hecha a imagen y semejanza de el Cid. Es la España cidiana, Castilla es el Cid. España es el Cid. La tierra mesetaria, de los castillos; que se lanza al mar con una flota que hace sus propios castillos, como los alcázares de los que habla Díez del Corral. La meseta castellana es tierra de fortificaciones, de castillos; de fronteras desérticas, de planicie. La unidad política y espiritual brindada por Castilla es, en principio, la salvación de la península. Es la sacralización de la monarquía y de los lazos legítimos. Es la lucha contra el infiel, contra el hereje. Son los reyes castellanos los campeones de Cristo. Castilla fue la cura a la disgregación y la derrota del ideal castellano, el olvido de la misión providencial hispánica, es el regreso a la disgregación y la muerte de España.

Cuando la monarquía en su sentido estricto ha sido desacralizada, producto del liberalismo isabelino y de la usurpación de la Corona, ha desaparecido el orden en España como demostrará el curso de los acontecimientos. La ausencia del rey la han intentado suplir los liberales con el Estado moderno (a diferencia de aquel proyecto centralizador de Estado de los castellanos), construido con dificultad sobre los restos del experimento borbónico. Ni los reyes usurpadores, ni el Estado canovista, lograron orden en España. Lo muestra un régimen isabelino incapaz de mantenerse, una primera república federalista, el fracaso alfonsino y una segunda república que desembocará en el franquismo hasta el penoso régimen del 78. El vacío de la Corona es más que evidente, de aquí a que España haya terminado en el más absoluto desgobierno. El proyecto franquista consiguió una breve unidad política que, sin embargo, sólo era aparente.

1

Entendemos ἀναρχία en su sentido clásico, de manera que es la ausencia de una cabeza o de un mando en el régimen político. Al decir que no es total (ausencia de mando o de gobierno) y, por tanto parcial, se está aludiendo a una situación de impotencia política por la que no hay un control efectivo sobre partes o regiones de una nación pero sí gobierno, no ha desaparecido. No se trata tampoco de un desgobierno, en términos de Alejandro Nieto, puesto que el desgobierno es un antigobierno, es corrupción sistemática o estructural en la que hay intencionalidad y no error.

2

Antonio Pirala, Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista (Madrid: Biblioteca Británica, 1855), 414

3

Modesto Lafuente, Historia general de España (Madrid: Establecimiento tipográfico de Mellado, 1850), 22

4

Ibíd, 24-25

5

Ángel Ganivet, Idearium español (Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1905), 31-35

6

Ibíd, 40-41

7

En Psicología del pueblo español, Rafael Altamira pone en tela de juicio la obra de Ganivet y aunque reconoce su aporte a la cuestión de la psicología nacional, considera que muchas veces abandona el espíritu científico por el ingenio. En unas notas, reconoce que algunas de las obras de Miguel de Unamuno resultan mucho más geniales y auténticas aunque Unamuno no hubiese tenido la intención real de tratar la psicología nacional.

8

Ibíd, 48

9

Fraga Iribarne ha dicho sobre el fenómeno del caudillismo: «la base del orden social siguió siendo la gran propiedad agrícola (estancia, hacienda), y el “gamonal” o caudillo local, señor
de núcleo campesino, supeditado a un caudillo de pueblo o de comarca, como
éste lo estaba a un caudillo de Estado o de Provincia, y éste a un jefe nacional». Véase Manuel Fraga Iribarne, "Tendencias políticas de Hispanoamérica después de la Segunda Guerra Mundial", Revista de estudios políticos, n.º 120 (1961), 209-236

10

Ganivet, Idearium español, 48

11

Valentin Andrés Álvarez, "La época del mercantilismo en Castilla", Revista de estudios políticos, n.º 9-10 (1943), 142

12

Ángel Ganivet, Idearium español (Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1905), 63-64

13

Rufino Blanco Fombona, Ensayos históricos (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981), 164-165

14

Carlos Octavio Bunge, Nuestra América (Buenos Aires: Administración General, 1918), 61

15

Salvador de Madariaga, El auge y el ocaso del Imperio español (Madrid: Espasa Calpe, S.A., 1979), 481

16

Madariaga dice que en los marañones no había tendencia política alguna sino tan sólo «ambición immediata», una «indigencia» en las ideas políticas que era palpable en el vocabulario político y en su sola expresión sediciosa, en su carácter rebelde.

17

Madariaga, El auge y el ocaso del Imperio español, 485-486

18

Blanco Fombona, Ensayos históricos, 16

19

Ibíd, 17-18

20

Fraga Iribarne, "Tendencias políticas de Hispanoamérica después de la Segunda Guerra Mundial", 225

21

Miguel de Unamuno, Obras completas. Vol. VIII, Ensayos (Madrid: Fundación José Antonio de Castro, 2009), 528

22

Ibíd, 531-532

23

Ibíd, 532-533

24

Ibíd, 533

25

Rafael Altamira, La política de España en América (Valencia: Editorial Edeta, 1921), 63

26

Julio Ycaza Tigerino, "Elementos de la anarquía hispanoamericana", Revista de estudios políticos, n.º 31-32 (1947), 273-308

27

Ibíd, 294

28

Ibíd, 294-295

29

Ibíd, 295

30

Ibíd, 295-296

31

Martin A.S. Hume, The Spanish people: their origin, growth and influence (London: William Heinemann, 1901), 3

32

Ibíd, 4

33

Ibíd, 513

34

Abelardo Bonilla, “Concepto histórico de la Hispanidad”, Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 120 (1959), 250-251

35

Ibíd, 252

36

Ernesto Giménez Caballero, Genio de España: exaltaciones a una resurrección nacional. Y del mundo (Pamplona: Ediciones Jerarquía, 1938), 50-51

37

La Casa de Austria, castellanizada en gran medida, luchó incansablemente por mantener la unidad de la Cristiandad y del Imperio. Las guerras de religión agotaron a los Austrias, Carlos V abdicó tras años de lucha. El imperio era el ideal de los Austrias y, en general, de los reyes castellanos. Dice García Pelayo que «el Imperio Romano (medieval) es la forma política del eón cristiano, dotado de la misión definida de evangelizar a todo el género humano». Véase Manuel García Pelayo, Los mitos políticos (Madrid: Alianza Editorial, 1981), 77-78

38

Álvaro d’Ors, De la guerra y de la paz (Madrid: Ediciones Rialp, 1954), 125-126

39

Ibíd, 126-127

40

Ernesto Giménez Caballero, "Genio de Castilla", Revista de estudios políticos, n.º 25-26 (1946), 135-162

1
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El individualismo ibérico

alejandroperdomo.substack.com
1 Comment
Daniel Eduardo García Ayaach
Writes Boletín de Daniel
Oct 3, 2022Pinned

Nos dice Oliveira Martins en su Historia de la Civilización Ibérica lo siguiente: "Hemos indicado ya la clase de influencia ejercida sobre las poblaciones indígenas por los invasores indo-europeos, o, particularizando más, por los romanos que constituyeron a su manera la sociedad peninsular. Ya dijimos que a esa circunstancia debemos, no sólo el carácter europeo de nuestra civilización, sino su existencia. De otra manera, hubiéramos quedado haciendo la vida de tribu como las poblaciones kabilas; en el lugar del clero tendríamos marabús, y en vez de los audaces capitanes españoles, berberiscos montados en sus delgados y veloces caballos ocupados en las guerras de tribu como las del Atlas. Esto es lo que autorizan a suponer los vestigios que aún existen en las costumbres y usos de las poblaciones peninsulares [...]. La vida de la aldea kabila observada en la aldea española, la vida de tribu, encontrada en los casos espontáneos de la historia peninsular, ¿no serán, quizás, la especie particular de un fenómeno general? El estado de tribu, la vida de aldea, son comunes a todas las razas en un determinado momento etnométrico y preceden en todo al establecimiento de las instituciones centralizadoras de los primeros imperios —asirios, persas, romanos—. Pero, en cada raza, las formas evolutivas de la agregación social, esencialmente idénticas, dan de sí productos morales distintos que las caracterizan. Pues bien; lo que aún hoy caracteriza al berberisco, es el mismo sentimiento que todo observador perspicaz encontrará como facultad inicial del carácter español: el valor, la independencia". El particularismo o individualismo propio del español es algo que lo trae consigo desde la formación misma del pueblo íbero, y, que a través de la evolución orgánica, mantiene hasta el día de hoy.

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